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Los vuelven a matar cuando algunos cretinos dudan de su condición de idealistas. Dicen "Los llamaban jóvenes idealistas..." poniendo en tela de juicio la dimensión de entrega que habitaba a cada uno de los desaparecidos. ¿Qué otra cosa puede empujar a cientos de personas a entregar su vida en la búsqueda de una sociedad mejor sino un profundo idealismo? ¿Qué otro motor podría haberlo hecho? Por supuesto que eran idealistas, en el sentido fuerte del término. Sus convicciones, su propia imagen de lo que debía ser un país más justo, su concepción acerca de la necesidad de un hombre nuevo, su compromiso que era nada más y nada menos que la comprensión profunda de la doble dimensión de la utopía (como meta a alcanzar pero también como motivo para impulsar a la acción). Claro que eran idealistas, que nadie lo dude.
Los vuelven a matar tipos como Ceferino Reato o Nicolás Márquez cuando escriben libros que sugieren verdades que dependen de una óptica determinada. No hay tal óptica. El genocidio y la desaparición de cientos de miles de personas es tan dolorosamente real como puede serlo un asesinato masivo, planificado y ejecutado fríamente. Al igual que robar los hijos de los asesinados y entregárselos a los verdugos o a los amigos de los verdugos. No hay ningún atenuante en ese sentido. Indicar que semejante genocidio está sujeto a la interpretación que se haga de él equivale a matar al muerto, destruyendo, primero su existencia y luego cuestionando la necesidad de la memoria.
Los vuelven a matar todos los que piden "memoria completa": una de las cosas contra la que los desaparecidos lucharon es la memoria incompleta, renga, tuerta, El relato unilateral que desde 1810 en adelante nos había contado la existencia de un país de fantasía en donde todos se parecían a todos, occidental y cristiano, tierra de oportunidades y promisión, de criterios más bien homogéneos, liberal en economía y llena de padres, tutores y encargados que velaban por la salud ideológica de los ciudadanos. Una memoria construida a punta de bayonetas y sablazos, que proclamaba con pompa y boato las glorias de los próceres establecidos en el altar de la patria, que desconocía lisa y llanamente la existencia de una porción importante de la sociedad, que ocultaba las luchas de los postergados, que desestimaba como delirios del populacho la constante pelea por los derechos sociales básicos, que consideraba una veleidad que el pueblo decidiera comer todos los días. Y que además declamaba con voz hueca las supuestas virtudes de un pueblo mítico: sus raíces cristianas, su laboriosidad, la sumisión a la autoridad, pronunciando "pueblo" con voz de locutor de festival folklórico y glosas de acto escolar prefabricado. Contra todo eso lucharon los desaparecidos. Para mostrar que había otro país, distinto y sufriente. Un país por el que valía la pena arriesgar la vida. Si alguien peleaba por la memoria completa eran los desaparecidos. Los otros, los que ahora piden memoria completa, en realidad, piden volver a mutilar la memoria, piden otra vez, que los molestos memoriosos desaparezcan.
Los vuelven a matar los que piden reconciliación, perdón y consenso: Los matan porque en realidad esas palabras encubren la apelación al olvido. Es otra vez matar la memoria, porque la memoria, a pesar del perdón, nos debería ayudar a navegar mares turbulentos en donde el interés del asesino es que olvidemos la espantosa naturaleza de sus actos. El perdón que solicitan es el perdón unilateral, es perdonarlos a ellos aunque sabían y saben muy bien lo que hacen. Desean sepultar sus culpas, que tienen castigos jurídicos estipulados, para no pagarlas con la cárcel. No es que estén interesados en algún tipo de reparación moral y la ética no les interesa ni un poco. Su apelación a la reconciliación, al perdón y al consenso es la búsqueda apenas velada de la impunidad que impida individualizarlos, juzgarlos y castigarlos con las penas que la ley establece. No hay bellas almas conmovidas, hay monstruos atroces buscando en la ética de los demás el amaparo para su crueldad.
Los vuelven a matar cuando un periodista le otorga a un genocida, cuya responsabilidad en el asesinato de miles de personas está largamente probado, el grado de preso político. Porque ésa es la intención del periodista que entrevistó a Jorge Rafael Videla en Cambio 16. Detrás de una supuesta entrevista exhaustiva, Ricardo Angoso pretende sugerir que Videla está preso por sus ideas y no por sus actos. Son sus actos los que lo han llevado a la cárcel. Porque hay muchos que piensan como Videla, que no participaron en la masacre ejecutada por la dictadura del ´76 (aunque habría que definir qué quiere decir participar, porque la omisión es casi complicidad) y nadie los ha metido presos por su forma de pensar. Cosa muy distinta a la que hicieron Videla y CIA que mataron a mansalva a miles de sujetos por su forma de pensar. Dice Videla que no salieron a cazar pajaritos. Le contestamos a Videla que el aparato militar de la gerrilla urbana y rural estaba casi desmantelado antes de comenzar la dictadura (acá algunos mirarán para otro lado porque las torturas y desapariciones habían comenzado mucho antes del 24 de marzo de 1976). Lo que Videla y sus amigos de todos los estamentos hicieron fue intentar borrar del mapa a una generación completa, la mayor parte de la cuál no estaba comprometida con la opción armada (militantes de base, trabajadores sociales, laburantes, sindicalistas, artistas, todos ellos munidos con una sensibilidad social que ahora se extraña) No, claro que no salieron a cazar pajaritos, salieron a exterminar a las personas que podían oponerse al nuevo orden que querían fundar, orden creado para favorecer a la oligarquía, las multinacionales, el sector financiero, al poder, en definitiva. No fueron, no son héroes: fueron los ejecutores de un genocidio planificado a los que el poder les soltó la mano una vez que el trabajo sucio ya estaba hecho.
Los vuelven a matar los obispos, arzobispos, monjas y curas rasos cuando invocan como fuente de sus sinrazones el carácter occidental y cristiano de la sociedad argentina. Porque esa petición de principio exige (como el 24 de marzo de 1976 y antes también) la eliminación de todos los que no comparten esa supuesta esencia y de los que lisa y llanamente la discuten en las aulas, en la calle, en los recintos en donde la política tiene lugar, en las ideas, en la investigación. Ahora no tienen el poder de empujar a los monstruos para que ejecuten infieles, pero siguen añorando aquellos tiempos en donde su palabra se parecía a la ley, una ley de vida y muerte, esos años en los que su falsa piedad y su misericordia de utilería les allanó el camino a la estafa moral que ejecutaron con la mayor frialdad y desparpajo.
Los vuelven a matar cuando deciden obviar la coherencia entre el gesto y la palabra que pusieron en acto los desaparecidos. La enorme culpa colectiva que pagaron fue intentar esa coherencia. Porque la doble moral que es de uso común proclama como valores una colección de conceptos metafísicos y carentes de sustancia y en la vida cotidiana practica otros bien distintos, opuestos a los que pone en su boca como tapadera para la mezquina persecución de la satisfacción individual. Y lo que le interesa a gran parte de la sociedad es que nadie ponga en evidencia ese encubrimiento. Cualquiera que se atreva a acercar los gestos a las palabras, el valor a su práctica, que sostenga una ética en donde los valores no se declaman sino que se practican, quiebra ese tácito acuerdo en donde lo que importa son las formas y no el contenido. Vale más que se esconda ese temerario dado que no es bien recibido. Matemos a ese incordio. Y así, lo vuelven a matar. Los vuelven a matar.
Los vuelven a matar cuando los argumentos de los genocidas vuelven una y otra vez en boca de "la gente".
Los vuelven a matar cada vez que alguien dice "negro de mierda", "zurdo", "trolo", "villero".
Los vuelven a matar cuando los que pusieron los huevos de la serpiente siguen escondiéndose detrás de un inagotable manto de complicidades.
Los vuelven a matar en el instante mismo en que olvidamos que luchaban por una sociedad más justa, inclusiva y solidaria, y les torcemos el brazo para que justifiquen objetivos espúrios e inconfesables.
Los vuelven a matar cuando se reprime una protesta, cuando se mata a un hermano que defiende sus derechos, cuando se expulsa a un campesino de su tierra, cuando un niño cae muerto explotado por el capitalismo y los capitalistas, cuando se garantiza el saqueo.
Los volvieron a matar con la ley antiterrorista.
Los vuelven a matar cada vez que alguien decide reirse de los demás, burlarse del más débil, disfrutar con la desgracia ajena.
Los vuelven a matar en cada noticiero con la ración de miedo cotidiana que difunden los que aplaudieron a los genocidas y ahora simulan una humanidad que no poseen.
Los vuelven a matar con cada libro que habla de volverse hacia uno mismo y no buscar al otro para solucionar problemas que son colectivos.
Los vuelven a matar.
Y ya estamos cansados de tanta muerte.
Porque los muertos siempre los ponemos nosotros, los nadies, los olvidados, los que no valemos ni la bala que nos mata.