Días atrás, por motivos estrictamente personales, tuve que viajar a Mendoza City. Hacía bastante que no me dejaba caer por el pago. No fue una visita turística, por lo que apenas pude pispear la ciudad y las viejas rutinas que he perdido en medio de las mudanzas.
Lanzado a la vorágine de mis actividades, tuve que abordar un colectivo urbano que me trasladó desde Godoy Cruz a Mendoza Capital y viceversa, un viaje de no más de quince minutos.
Ninguna novedad en el asunto, excepto que ahora en Mendoza también se usa un sistema de tarjeta similar a la SUBE, que por supuesto no tenía, por lo cual recurrí a las monedas que siempre faltan en el bolsillo de la dama o la cartera del caballero.
Por supuesto, el tráfico en las calles de Mendoza, más que nada a la siesta, es bastante escaso por lo que disfrutaba mirando a izquierda y derecha como quien se aprende la ciudad de nuevo, cosa que estaba haciendo, sin la presencia de los bocinazos de rigor en las tumultuosas calles de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Pero algo alteraba la calma chicha del viaje, una cierta inquietud, una molestia imperceptible, una alteración que entorpecía el ánimo. ¿Qué cosa podía ser? Pensando que era una siesta de primavera, en Mendoza, en un colectivo al que le sobraban asientos.
Medité algunos minutos y lo descubrí, observando a las personas que bajaban del vehículo.
Me explico.
La secuencia ocurría de esta forma: el pasajero llegaba a la puerta trasera (jamás la de adelante) y tocaba el timbre. A continuación y en la parada correspondiente el colectivo se detenía por completo. El pasajero aguardaba que el vehículo estuviera inmóvil y bajaba.
¿Qué tiene de raro? ¿No se dieron cuenta?
El pasajero esperaba que el colectivo se detuviera por completo, que se quedara quietito quietito, sin amagar ni una sola vez con descolgarse apenas las puertas se abrieran (puertas que efectivamente no se abrían hasta que el bondi estaba detenido).
¡Los tipos esperaban que el micro parara por completo antes de bajarse!
Para un acelerado bonaerense que se lanza al vacío apenas ve que la puerta del bondi se abre dos centímetros, esto era una novedad. La sensata práctica de esperar a que el mamotreto de lata y caucho frene al todo para abandonarlo se estrelló contra la percepción del tiempo (enloquecido) con el que me muevo y se mueven todos los días millones de tipos que corren vaya uno a saber porqué.
Desde la anormalidad cotidiana a la que me enfrento, la adusta normalidad de los pasajeros de un bondi urbano de Mendoza me pareció una excentricidad cuasi insoportable. Me costó otros cinco minutos adaptarme a ese ritmo que me resultaba extraño. Tuve que contenerme para no lanzar alguna invectiva a las personas que, en mi coleto, demoraban el viaje.
Mientras decrecía la impaciencia que me agarrotaba los músculos, fui redescubriendo la alienación que no era la de los lúcidos pasajeros que esperan como corresponde a que el colectivo detenga su marcha para bajar con seguridad y aplomo, sino mía.
Era yo el alterado, el que estaba fuera de mis cabales, como estamos casi todos en esta selva que nos tapa como el agua, en la que sobrevivimos sin saber hasta dónde nos estamos degradando.
No es que crea en los cuentos del buen salvaje o que en el exotismo de una costumbre esté la respuesta a todos
nuestros problemas. De ninguna manera.
Pero si estoy seguro que corremos y no sabemos muy bien para llegar a dónde ni para qué.
¿Moraleja? No. No hay ninguna. De eso también me estoy curando.