El Subcomandante Marcos dijo alguna vez que tuvieron que ponerse un pasamontaña para que los vieran. Antes del pasamontaña eran invisibles. Antes del pasamontaña no eran ni siquiera esa conjetura elaborada por Margaret Mead llamada "desatención cortés" por medio de la cual andamos por el mundo pispeando de costado a los que nos rodean, para no molestarlos pero sin perderles pisada. Antes del pasamontaña, los chiapanecos de la Selva Lacandona eran muertos sociales, asesinados por una cultura en donde no contaban, para la que no existían.
En eso pensaba ayer. Volvía de una mudanza en esa extraña zona norte en donde se multiplican como hongos los countries y barrios privados con pretenciosos nombres gauchescos, cuando el transporte en el que me trasladaba quedó detenido por un piquete en la Panamericana. Los epítetos vertidos por los pasajeros de la combi fueron los previsibles. Nada nuevo bajo el sol. Por desgracia.
Supongo que algo parecido decían los cientos de automóviles que hacían cola esperando pasar para volver a la Capital Federal. Eso de la libertad de circulación, la tranquilidad de las personas que vuelven a sus casas, etc.,etc.
Pensé en las personas del piquete. Pensé que por un momento, por un par de horas habían dejado el estado de invisibilidad en la que están sumidos en la superviviencia cotidiana.
Pensé en las personas en los piquetes con los rostros tapados, a los que denostan con furia impostada cientos de comunicagadores sociales. Sin esa máscara, para ellos serían invisibles. Fueron invisibles hasta la máscara. Lo son cuando no la tienen.
Lo son cuando viven en esas cárceles a cielo abierto que son las villas del conurbano y la ciudad.
Lo son cuando mueren en silencio sin dejar otro rastro que una mala lápida.
Invisibles.