Nombrar es hacer ver. Un nombre, una palabra no es sólo una palabra, es un cincel que talla el mundo que vemos. En ese mismo acto, lo que no se nombra queda oculto o velado. También las palabras contienen en sí mismas el modo de mirar, aquello que le otorga un sentido particular del que proviene el sentido que le asignamos a las cosas una vez que las nombramos con esas palabras.
Las palabras, entonces, no son inocentes. Contienen una historia que se despliega en el momento es que salen al mundo colgadas de la boca del que las dice o escribe. La historia de las palabras indica quiénes las pergeñaron, cómo las usaron, con qué intención fueron proferidas, para qué nacieron y hacia dónde apuntan. Por eso, cuando usamos palabras también ponemos en acto esos sentidos previos, incluso cuando no creemos en ellos. Incluso cuando pensamos que ese sesgo queda anulado por el modo en que la palabra fue enhebrada junto a otras.
Las palabras, en ese caso, pueden traicionarnos.
En la literatura, el escritor juega con los sentidos almacenados en cada término, tejiendo y destejiendo los conceptos que esas palabras alumbran u oscurecen, forzando su significado, desguazando las sílabas para tramar historias que se alimentan de esa recombinación. La condición de la literatura es esa búsqueda minuciosa que destroza y construye, en donde la polisemia es una herramienta para crear.
Y sabe (o debería saber) que cada palabra corta como un bisturí. Y que hay que tener mucho cuidado y nunca confiar en ellas.
Las mismas precauciones habría que tomar al usar determinadas palabras en otros campos que no son la literatura. Por todo lo dicho. Pero además porque en ciertos contextos el efecto de las palabras irá mucho más allá del goce estético.
Por ejemplo en política y economía.
Sobre todo en política y economía.
En ambos espacios las palabras son letales. Cada concepto, cada término proviene de una genealogía determinada y alumbra la realidad desde ese sesgo, aún cuando la pongamos en otro contexto. Seguirá diciendo lo que decía porque fue construida para decir de una forma y no de otra.
Y ese sesgo enseña a mirar, aún cuando creamos que nuestra mirada es diferente. Al nombrar un proceso social mediante un término determinado lo estamos definiendo de una forma y no de otra, incluso si nuestras convicciones en la materia son distintas. La disidencia queda anulada por las palabras que usamos. Porque esas palabras, ya lo hemos dicho, no son solo palabras.
Veamos un ejemplo para poner fin a tantas abstracciones:
Supongamos que tenemos una mirada progresista (en sentido estricto) de la sociedad. Defendemos la intervención del estado en educación, justicia y vivienda, etc. Postulamos que el mercado no se autoregula, etc. Entonces, en medio de una discusión decimos que “el gasto público” ha subido o bajado. De pronto nuestra concepción de la sociedad se ha desbaratado, dado que el concepto “gasto público” proviene de una mirada teórica distinta, que propone exactamente lo contrario al progresismo (por decirlo de alguna manera) y que no solo son dos palabras sino un universo de significados enfrentados a nuestra propia mirada de la historia. Usar ese concepto no es solo una concesión sino también una confesión. Al ponerlo en acto estamos legitimando una postura que sostiene que hay que hacer exactamente lo opuesto a lo que pensamos que hay que hacer. Las palabras, entonces, nos han traicionado.
Y así podría seguir citando ejemplo tras ejemplo de palabras usadas con descuido o pereza: seguridad jurídica, previsibilidad, buen clima de negocios, etc.
Caemos en la trampa o ya habíamos caído.
Caemos en la trampa o ya habíamos caído.