Resistimos con éxito aquella petición de principio que indicaba que dios, a través de algunos elegidos, decretaba lo que era legítimo y deseable. Y dado el supuesto origen divino, siempre según los mediadores, de esos mandatos el hombre debía sentir temor y desplegar obediencia ¿quién era el sujeto humano para andar desconfiando de la voluntad divina expresada usando como vehículo a hombres que, dada su cercanía con la inmortalidad, eran por lo menos venerables?
Una buena dosis de tragedia, injusticia, horrores e iniquidad sirvió para comprender que esos hombres, en todo caso, suplantaban al dios que decían representar. Y que la tal voluntad divina era la voluntad de esos hombres camuflada en oraciones y jaculatorias. Que lo que ataban y desataban era tan terrenal como su propia búsqueda de poder. En fin, que si dios era dios, esos hombres no eran sus emisarios, porque sus actos desmentían a cada paso sus palabras.
Luego también resistimos (o tratamos de resistir) a la teología de la ciencia. También la ciencia pretendió erigirse en medida de todas las cosas y los científicos, en los adalides del progreso humano y ya que estamos, de la felicidad. Si detrás de cada frase estaba la palabra mágica "ciencia" cualquier cosa era legitimada a la larga o a la corta. Las peores aberraciones se convirtieron en daños colaterales y la conciencia moral, esa que debería gritar cada vez que abofetean a un hermano, lentamente comenzó a languidecer.
Pero este reinado, el de la ciencia, vino de la mano de la entronización, a la derecha del cielo, de la economìa. No de cualquier economìa, la economía de mercado, la que se precia de identificarse con las leyes naturales (tal como hace la ciencia o la religión). Esa que dice de sì misma que es nada más que una prolongación de la naturaleza de donde obtiene su legitimidad. Procedencia que la vuelve inevitable porque ¿quién puede gambetear a la naturaleza?
La combinación entre economía de mercado y ciencia da lugar a un tipo de libertad acotada que se parece bastante a aquella que nos proporcionaba la teocracia. Una libertad que no es libertad en sentido amplio sino el resultado de la obediencia a unas leyes que preceden al hombre y lo subsumen. Un hombre no es libre porque se despliega en el mundo: según estas religiones combinadas es libre si se somete a las leyes del mercado, a las de la ciencia y ya que estamos, a un dios normativo refundado para la ocasión.
¿Y la libertad? Bien gracias.
Le queda para consolarse una libertad parcelada. Mi libertad termina donde comienza la de los demás, dice la jurisprudencia. O sea, mi libertad se resta a la del otro, cada uno tiene un lote de libertad (bien reglado y en donde la supuesta autonomía está regulada ad nauseaum). La libertad en sentido amplio debería sumarse, no restarse. El sujeto debería ser más libre en tanto el otro fuera más libre. Pero para un sistema que se funda en la ética del egoismo tal cosa no sirve.
A ningún sistema polìtico le conviene un hombre verdaderamente libre.
Y esta es la verdadera tragedia. Descubrir, luego de cientos de años de historia, que siempre hemos sido libres solo de construir nuestras propias mazmorras.