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Ayer viajaba en el Subte de vuelta a casa. El vagón, el primero de la formación, iba repleto. De acuerdo a una estrategia que practico con precisión, me ubiqué al fondo de una puerta para evitar la vehemencia de la multitud.
A mitad de camino, con el furgón repleto, subieron a los empujones dos tipos. Su aspecto físico no interesa demasiado, aunque cabe señalar que ambos tenían anteojos oscuros (a las 7 de la tarde en Capital Federal, en el subterráneo) sobre el pelo impregnado de gel. Como no había espacio los dos entes se pusieron de espaldas al pasaje y afirmándose en el marco de la puerta comenzaron a empujar desaprensivamente a las personas que ya estaban a bordo. Advertida de la maniobra, la mujer que oficiaba de guarda de la formación intentó (en vano) cerrar la puerta. Uno de los dos le grito, de mala manera "-¡No ves que estoy subiendo boluda!". Luego se volvió y le dijo a su compañero de aventuras "-Nos tocó una conchuda".
Sin tener en cuenta la cantidad de sujetos que habitaban el espacio reducido del vehículo, los dos se empeñaron en sacarse las respectivas camperas y extrajeron de sus mochilas sendos teléfonos ultramodernos con los que se dedicaron a comparar música y mensajes (la danza que ejecutaron dañó más de un pie y una espalda).
Luego, como se habían estaqueado en la puerta, cada vez que alguien tenía que bajar debía pedirles una y otra vez que se corrieran. Ninguno de los dos se inmutaba y por lo general todos terminaban dando un rodeo para evitarlos. A esta altura no se sabía porqué nadie les había bajado la dentadura. Después dicen que la gente no tiene piedad.
Pero por algún lado la cosa tenía que explotar. En una de las estaciones más populosas del recorrido una señora quiso bajar y en el medio se interpuso la ¿humanidad? de estos dos. La mujer cansada de pedir permiso en vano los increpó al grito de "-¿Se pueden correr de la puerta por favor?"
Uno de los dos tipos se volvió hacia la señora y le dijo: "-Y, estamos en Argentina señora..." como si esta afirmación disculpara de alguna forma su estulticia.
Y por supuesto, la señora bajó por otro lado.
Lo peor del asunto fue que algunos en el vagón asintieron coincidiendo con el comentario del ente engominado.
Resulta ser que estas personas consideraban que, como estábamos en Argentina (de la que se sabe es "...un país de mierda") esta situación, o sea que dos pavotes molestaran a todo el pasaje para estar cómodos y gozando de sus artilugios electrónicos, era comprensible. Por eso la sonrisa cómplice. Por eso la aceptación tácita del abuso. Total "estábamos en Argentina". Sentencia ésta que no explicaba nada y mostraba a las claras los prejuicios de muchos.
Pensé también la cantidad de veces que esa excusa era deslizada para disculpar cosas mucho más importantes y trascendentes que ésta. Imaginé las sonrisas cómplices exculpando a los empresarios que no pagan impuestos, a los señores que explotan laburantes, a los que fugan capitales, a los que retacean inversiones para maximizar ganancias y con eso dañan los servicios públicos, a los políticos que afanan diciendo que roban pero hacen, a los periodistas que desinforman y un largo etc. En el fondo habita ese axioma que con los años y el adoctrinamiento, aparece cual reflejo condicionado ante una multitud de situaciones cotidianas y no tanto: "-¡Qué país de mierda".
No, no es un país de mierda. En todo caso, es una "gente" de mierda (como estos dos). O mejor, es nuestra responsabilidad que todo lo anterior pase. Por lo tanto, lo que está en entredicho es nuestra condición. La naturaleza colectiva de nuestra sociedad se aleja de la descripción "--de mierda". Ejemplos de lo cual hay a montones. El efecto sinecdóquico construido por el sentido común extiende el adjetivo "de mierda" basado en conjeturas que no tienen asidero. Y luego se opera en consecuencia.
Claro, la autocrítica es dolorosa y escarbar en el lodo requiere valentía, una valentía que se extraña en quienes aducen "-...país de mierda".
Al colocar la culpa en el país las propias acciones quedan recubiertas por un supuesto defecto de naturaleza colectiva que propicia y absuelve lo individual.
Para evitar el sofocón es mejor decir, a boca de jarro y para que la gilada asienta sin pensar "-¡Qué país de mierda!".