4.-Quince Primaveras
...
En
mi pueblo, el festejo de los quince años de una señorita es un rito
ineludible. Nada de cambiar la fiesta por un viaje a Disney ni cosa por
el estilo. La fiesta es la fiesta y hay que hacerla aunque vengan
degollando.
Cuando
era adolescente, dada la proximidad generacional, tuve que asistir a
muchos de esos jolgorios. Algunos fueron muy divertidos y otros apenas
un momento para cumplir las convenciones sociales.
Lo que contaré, a modo de relato que pone los pelos de punta, ocurrió a raíz de uno de esos cumpleaños.
Resulta
que antes de ir a cualquier parte, nos juntábamos a jugar al billar en
el bar “Los Amigos”, lugar que merecerá una descripción más detallada en
otro momento. Por ahora basta con que sepan que una noche de sábado,
justo antes de asistir a un cumpleaños de quince, disputábamos una feroz
partida mientras lamentábamos la falta de movilidad. Ninguno tenía esa
noche un auto para trasladar a la barra. Pero en cambio, y por suerte,
el cumpleaños era bastante cerca: dos kilómetros que en mi pueblo es
apenas un trotecito. Un ratito caminando y otro ratito a pie y listo.
Alguien
recordó que tendríamos que pasar frente a una casa que tenía una fama
ominosa. Según la imaginación exaltada del que contaba el asunto, en la
casona abandonada se escuchaban ruidos muy extraños (y clásicos,
cadenas, pisadas, cosas que se arrastraban) y en alguna ocasión alguien
había recibido un piedrazo arrojado desde el interior del lugar y al ir a
buscar al agresor las puertas y ventanas estaban cerradas con candado y
pasador y ahí no vivía nadie che, cosas de aparecidos.
Ensayamos
algunas explicaciones y descargamos la ansiedad que nos envolvió
riéndonos de nuestra propia credulidad. Pero quedamos, hay que
confesarlo, un poco asustados.
Y
justo en ese momento me volqué una taza de café sobre la remera. En el
instante en que comenzábamos a juntar ánimos para encarar el camino tuve
que volver a casa para cambiarme la ropa.
Me
dijeron: “-Te esperamos”. Con una falsa valentía que no quería confesar
el julepe (lo de la casa embrujada que no existía pero que las hay las
hay) respondí: “-No che, vayan, yo los alcanzo allá”.
Y se fueron nomás.
Yo,
con más pose que convicciones, me cambié la malograda prenda y enfrenté
el camino. Tengo que detenerme aquí para describir la naturaleza de ese
camino: una calle que atravesaba la zona de cultivos, flanqueada por
álamos a uno y otro costado que creaban el efecto de un túnel, sin
luces, en una noche en donde ni siquiera se veían las estrellas. La
famosa boca del lobo. En la mitad misma del trayecto, o sea, lejos de
las luces del pueblo y del lugar de la fiesta, estaba la casa del
espanto.
Pensé
que podía desistir del cumpleaños, pero eso me convertiría en blanco de
las cargadas de todos los salvajes que decían ser mis amigos. Y además
comer de arriba no es un placer que debe despreciarse. Entonces, con las
tripas convertidas en corazón enderecé el rumbo hacia la festichola.
La
oscuridad y el cagazo son una mala combinación: a cada paso escuchaba
ruidos extraños que añadían, si fuera posible, más aprensión a la
aprensión. De forma tal que antes de atravesar el frente de la casa
embrujada ya había sumado muchos porotos al estado general de susto que
me tenía entre sus garras.
Llegué
al fin al tramo más temido de la noche: ahí estaba la casa y yo tenía
que sortear ese obstáculo para llegar a destino. Tomé aire y apuré las
patas, dándome aliento en silencio. “-Vamos vamos, que los fantasmas no
existen”
Y
ahí se abrieron los avernos y ese infierno que temía me alcanzó desde
el fondo de la oscuridad: frente a mis narices algo atravesó el aire
golpeando el suelo con ferocidad, resoplando y bufando, haciendo vibrar
la tierra con el peso de su impronta, seguido el estruendo por otro
menor de la misma naturaleza.
Quedé
helado. Lívido. Sin saber qué hacer suspendí cualquier movimiento,
expectante. Ahora por fin comprobaría de qué estaba hecho lo
sobrenatural.
Los diez segundos que siguieron al suceso duraron un siglo.
Y
luego, escuché con claridad un relincho seguido del ladrido de un
perro. Un caballo y un perro en plena carrera. Eso es lo que se me había
atravesado en la oscuridad, nada de fantasmas, aparecidos o brujas. Un
caballo y un perro.
No puedo describir siquiera la catarata de insultos que proferí. Fueron muchos y me acompañaron hasta la puerta del cumpleaños.
Al
llegar busqué a la barra que se había ubicado en una mesa cercana a la
puerta por donde salían los mozos (ya se sabe que de esa forma se pueden
capturar algunas vituallas más).
“-¿Y, te asustaron?” –me preguntaron apenas estuve en la silla.
“-No
che, no pasó nada, tanta casa embrujada, tanto fantasma, yo que
esperaba que saliera una bruja para pedirle la escoba así no tenía que
caminar tanto” – respondí con falso coraje.
Olvidamos el asunto hasta que llegó otro rezagado. Uno con el que no contábamos.
“-¿Qué haces? Pensábamos que no venías”.
“-Vine de pedo” – dijo el aludido “-Se escapó el caballo de la finca y hasta recién lo estuvimos buscando con mi papá”.
Estuve
a punto de decir que había visto ese caballo. Pero preferí guardar un
prudente silencio, no sea cosa que alguien hubiera escuchado el grito
que seguramente lancé cuando el susodicho equino me asustó en plena
oscuridad mientras era perseguido por el perro de la casa, que a todo
esto, para completar el lugar común, se llamaba Sultán.