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domingo, 10 de julio de 2016

LA ANGUSTIA DE TORCUATO DI TELLA

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"Chodos y Capurro estaban obsesionados por la falta de discurso político de sus candidatos. Mauricio hablaba de fútbol y De Narváez de negocios. Apenas se entusiasmaban cuando se trataba de contar historias sobre algún amigo en común. Había que encontrar la manera de que leyeran algún libro o pudieran al menos incorporar vocabulario, o lecciones mínimas de historia y política argentina.
Algunas pocas consultas les bastaron para encontrar al profesor ideal. Culto, prestigioso, político, cercano al peronismo y, en definitiva, un hombre de clase que les enseñaría varias cosas a la vez.
El elegido fue Torcuato Di Tella, pagaron una pequeña fortuna por sus servicios y allí marchaban, cada martes y jueves de nueve a once de la mañana, Francisco, Mauricio y Doris a escuchar sus clases de historia política argentina y mundial.
Torcuato tardó apenas una clase en darse cuenta de que iba a tener que empezar por las nociones más elementales, y a la segunda ya había decidido que si lo iba a hacer, al menos se divertiría. Elegante y sobrio, con su cinismo británico perpetuo -uno de los rasgos que más lo asemejaba en las mesas familiares a su hermano Guido-, Torcuato posaba de profesor serio mientras gozaba dejando a sus alumnos en evidencia. Se explayaba largamente sobre historias de zares y revoluciones en la estepa para interrumpir de repente y preguntar:
-¿Ustedes saben dónde queda Rusia?
Silencio obvio. ¿Cómo iban a saber dónde quedaba un país que sólo había sido mencionado en sus historias familiares como "aquello detrás de la cortina de hierro"?
Una mañana los esperó con una aventura orwelliana: una novela futurista sobre la Argentina en 2010 gobernada por Francisco y Mauricio.
Durante toda la clase, ninguno de los dos entendió si era en serio o en broma, si estaba divirtiéndose con ellos o humillándolos. Cuando terminó, como todos los martes y jueves, a las 11 hs., la mucama de los Di Tella ingresó con la bandeja de plata con caldo y galletitas Express para todos. Pero fue la última vez."
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Pag. 213-214, "El Pibe", Gabriela Cerruti
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miércoles, 17 de abril de 2013

JUAN O DE MILLONARIO A MENDIGO

Hemos escuchado hasta el cansancio la historia aquella del linyera que antes era un potentado. El carácter marginal de los clochards y su proverbial silencio en torno a las circunstancias de su vida quizás hayan alimentado esa leyenda que de alguna manera también es una expiación de la culpa colectiva.
Pero con Juan la realidad confirmó la fantasía.
Juan (nombre supuesto ya que el verdadero, real y concreto, permanecerá en la oscuridad) era de ascendencia croata y tenía un apellido largo lleno de consonantes. Como habrán sospechado, Juan era linyera. Un tipo alto de ojos claros y vidriosos por el alcohol, canoso y algo encorvado. Dueño de una particular mirada del universo que mostraba mediante comentarios mordaces. No era posible, para quien no lo conociera, distinguir cuándo hablaba en serio o en joda. El gesto de su cara  no se modificaba y eso confundía a los extraños que huían como la peste de su ironía sin falsas piedades.
Compartíamos unos mates de tanto en tanto, cuando Juan abandonaba la pieza que le habían prestado en el fondo de una casa vieja. Acostumbrábamos a juntarnos a charlar con algunos amigos de bueyes perdidos y vacas atadas ciertas tardes apacibles y a esas reuniones caía Juan trayendo su eterno cigarrillo en la comisura de los labios y un cansancio antiguo que le retrasaba el paso.
Tomaba mate en silencio y escuchaba nuestras elucubraciones que eran una torpe búsqueda en la jungla del pensamiento.
En eso estábamos, en un frío invierno mendocino, cuando nos alcanzó de lleno nuestra ignorancia de Heidegger. Intentábamos, con nuestros escasos años y lecturas, penetrar en la mirada del filósofo alemán sin mayor éxito cuando Juan rompió el silencio. Con una paciencia inmensa dijo:
"-Heidegger intenta comprender el sentido del ser, diferenciándolo de los entes"
Lo miramos con sorpresa. Una frase tan precisa sólo podía provenir de alguien que manejara cabalmente esos conceptos. La voz era de Juan y también era suya la explicación detallada y minuciosa de Heidegger que escuchamos a continuación. Y la cosa no quedó ahí. Ante la mención de Nietzsche Juan emprendió un análisis de los escritos del pensador que nos dejó a todos mudos de admiración. Y ya que estábamos, a pedido nuestro, añadió Hegel a su disertación.
La pregunta inevitable llegó al final de su explicación (certera y minuciosa) de Hegel:
"-¿Dónde aprendiste todo éso Juan?"
"-En mi otra vida, esas cosas las sabe ese que ya no soy, el tipo con el que comparto el mismo cuerpo".
Quién sabe porqué, a renglón seguido Juan desgranó su historia para nosotros, pero más bien para sí mismo, como quien habla tratando de encontrarse en medio de la niebla sin darle demasiada importancia a la cosa.
Juan nos contó que era arquitecto e ingeniero civil (cosa que luego pudimos comprobar), había estudiado filosofía y matemática. A Heidegger, Nietzsche y Hegel los había leído en su idioma original porque Juan hablaba cinco idiomas aparte del castellano. Fue un profesional exitoso, con una carrera destacada y una posición económica envidiable (también lo pudimos comprobar). Tenía una familia grande, varios hijos y una esposa que amaba con pasión adolescente.
Una pasión que dejó de ser correspondida. Juan había comprobado que su esposa ya no lo quería, que tenía un amante. Y algo se quebró en su interior. No le reprochó nada a su compañera. Cuando se enteró, volvió a la casa, le dijo adios a sus hijos (ya eran jóvenes independientes) y a su esposa le entregó el juego de llaves que él usaba sin decirle una palabra y se fue con lo puesto. Nunca más había vuelto a verlos. No sabía si lo buscaron o lo buscaban. Tampoco le interesaba.
"-Los chicos eran grandes, no me quería transformar en un estorbo" fue la acotación sobre el tema.
Estuvo en la calle desde ese momento. Veinte años.  Bajo los puentes, en casas abandonadas, en piezas prestadas, etc. 
Cargaba con algunas enfermedades que el descuido había vuelto crónicas. Algunos días apenas podía caminar y otros la tos no lo dejaba articular palabra. Se resistía a los hospitales, a los albergues para homeless o a cualquier instancia en donde tuviera que identificarse. Prefería el anonimato. Ese que en esa tarde de invierno había roto para compartir su historia con nosotros.
Nunca entendí porqué habló de su vida pasada. Vaya uno a saber. Sospecho que la reunión le había devuelto la memoria de otras tardes y consideró que hacía falta decir quién había sido para que entendiéramos quién era.
No hubo moraleja al final del relato. Nada de "si no hacen esto o aquello van a terminar así o asá" o "la vida es una mierda" o cosas por el estilo.
Nada más una escueta declaración, musitada entre dientes como al pasar: "-No me hagan caso, estoy loco desde siempre".
Y se fue. A la calle azotada por el viento y la lluvia helada que comenzaba a mojar los vidrios. No aceptó la invitación para quedarse a dormir, cenar y pegarse un baño caliente. Lo obligamos a llevarse las últimas tortitas que quedaron de la mateada. Nos saludó desde la vereda y lo vimos perderse en la creciente noche.
Indagamos su historia, provistos de aquellos datos, y corroboramos gran parte de sus dichos. Los más sorprendentes por otra parte.
Quisimos avisar a su familia, pero su familia no recibió el mensaje o lo recibió y no le dio pelota. Él tampoco parecía interesado en ese contacto. En una de esas estaba al tanto de la distancia que el abandono y la indiferencia habían estirado a lo largo de los años. O quizas tuviera una esperanza que canalizaba a través de nosotros.
Un día dejó de aparecer por los lugares habituales. Estaba enfermo, muy enfermo y, en contra de su voluntad, lo habían internado. Estuvo en el hospital más o menos quince días. Quisimos visitarlo en su habitación en esa breve estadía, pero siempre estaba dormido o haciéndose el dormido.
Cuando pudo pararse y andar por sus propios medios, desapareció. Se fue como tantas veces, como aquella vez. Se volvió a perder en la bruma sin dejar rastros.
Nunca más lo volví a ver.
Pero cada vez que cuentan la historia del mendigo que fue rey me acuerdo de Juan y lo veo de nuevo irse en la tarde, encorvado, con la bolsita colgando de su mano izquierda y el paso cansino que no puede ser otro que el andar de un rey, un monarca que está de vuelta de los oropeles del mundo.