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Hace algunos días vi la película "Messner". dirigida por Andreas Nickel. El filme es una biografía (incompleta) de Reinhold Messner, el extraordinario montañista que escalaba montañas en estilo alpino, o sea, llevando sus cosas en la espalda sin ayuda de porteadores, atacando las cumbres a toda velocidad y por lo general, solo.
Cuenta el documental que la primera experiencia de Messner en los Himalayas fue el Nanga Parbat, la novena montaña más alta del mundo con 8.125 metros, que fue coronada por primera vez en 1953 y que se ganó el apodo de "montaña asesina" por la cantidad de montañistas que estiraron la pata tratando de alcanzar la cumbre. Era junio de 1970. En el descenso de la cima, Günther Messner, hermano de Reinhold, fue arrastrado por un alud hasta la vertiente del Diamir donde quedó su cadáver, recién descubierto 24 años después.
La muerte de Günther dejó profundas huellas emocionales en la vida de Reinhold Messner. En una de sus expediciones, la de 1995 en donde intentaba ir de Canadá a Siberia atravesando el Polo Norte junto con otro de sus hermanos, Hubert Messner, ocurrió un accidente cuando parte de la capa de hielo por la que caminaban se rajó y Hubert cayó al agua.
En ese momento de peligro Messner comenzó a gritar "¡Günther! ¡Günther!" como si fuera aquel hermano que murió en el Nanga Parbat el que estaba en el agua. La extrema tensión había sacado de lo profundo del alma de Reinhold el dolor y la impotencia vividas con Günther, un dolor y una impotencia que no cedían con el tiempo.
Yo me siento un poco Reinhold Messner.
Paso a explicarme: como muchos atravesé el infierno neoliberal de los noventa, lo sufrí en el cuerpo, casi en solitario porque uno hablaba, señalaba, describía, explicaba qué es lo que estaba haciendo el neoliberalismo con el país y la mayoría de los orejones del tarro miraban para otro lado. La reelección de Carlos Saúl I fue como un sopapo en el estómago: no podía entender que Méndez hubiera ganado por afano en un país que él mismo había destrozado y aún no terminaba de destruir. Le habían entregado un cheque en blanco para que reventara lo que quedaba. Y los boludos hablábamos y se reían como dementes de nuestras palabras. Y siguieron a carcajada batiente hasta el mismísimo 2001. Días antes del 19 y 20 de diciembre todavía nos decían, me decían, que éramos unos zurdos de mierda, que el país iba mejorando, que Cavallo arreglaría todo y tantos otros bolazos.
Cuando todo se fue a la mierda, cuando la avalancha nos llevó puestos yo y varios gritábamos en las calles: "¡Günther! ¡Günther!"
Hoy cuando veo la nieve amontonándose en la ladera del país y presiento el derrumbe, cuando veo caer de nuevo a los que ya cayeron, cuando vuelvo a sentir en el cuerpo aquello que sentí en 1995, el grito aparece otra vez. Ese dolor, rabia e impotencia emergen como el alarido de Messner: "¡Günther! ¡Günther!"
Y me dra bronca gritar "¡Günther! ¡Günther!" porque había tenido la peregrina idea de que no iba a tener necedidad de volver a gritar "¡Günther! ¡Günther!" otra vez.
La diferencia es que Messner se pasó 24 años esperando encontrar los huesos del hermano. Nosotros tenemos frente al hocico las evidencias del saqueo. Las vieron todos, las ven todos y sin embargo...
Grito "¡Günther! ¡Günther!" como Messner, porque aquel dolor, el de Reinhold y el mío, están ahí, a flor de piel, como un deja vu espantoso, volviendo a la superficie pedaleando en la bicicleta del olvido.