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Ayer a la mañana asistí en primera fila a un espectáculo dantesco, pavoroso, una especie de relato salvaje en potencial con gesticulaciones ad hoc e hilo de baba correspondiente.
Resulta ser que este ciudadano de a pata necesitaba adquirir una porción de proteina compleja (léase carne) circunstancia que impulsó mis pasos al lugar más apropiado para tal fin: la carnicería (cada vez que voy a un establecimiento de esa naturaleza no puedo evitar pensar en
Delicatessen).
Quizás por ser lunes o vaya uno a saber porqué, había solo dos personas en fila. Y aquí hay que hacer una salvedad acerca de la velocidad del carnicero. Velocidad apenas superada por una picada de caracoles en un plano inclinado. A eso nos exponemos con tal de satisfacer nuestros instintos omnívoros. Prosigo, dada la velocidad del profesional del tajo uno nunca espera menos de media hora, aún cuando solo haya dos personas delante. Por eso, resignado y comprensivo me dedicaba a pispear de ojito los cortes disponibles cuando de pronto los murmullos entusiastas del cliente de turno se volvieron más audibles, explícitamente audibles.
Resulta ser que la charla que mantenía sotto voce con el carnicero se convirtió en una diatriba que requería mayor volumen a los efectos de enfatizar lo dicho. Y lo dicho era como el vómito de una cloaca con dolor de estómago.
Lo primero que registraron mis orejas hasta ese momento indiferentes fue: "-¡Se les acabó anoche la joda a esa manga de hijos de puta!" Ups, dije yo. Pobres señoras que culpa tienen, pensé.
Y el cliente continuó con un: "-El hijo del pelotudo ladrón de mierda ése, chorro el padre y chorro el hijo, perdió como en la guerra, la puta que lo parió, cabrones de mierda."
A esta altura, la otra persona de la fila miraba disimuladamente el piso reluciente y el carnicero, pese a estar de acuerdo con el exultante panegirista, intentaba bajar la voz, aunque el gritador compulsivo no registraba ese tácito pedido de discreción.
"-¡El bigotudo de mierda salió esta mañana a hablar y tuvo que reconocer que habían perdido! lo tuvo que reconocer ese hijo de puta"
Mi reacción natural en otro tiempo de mi extensa vida hubiera sido solapear al tipo y solicitarle amablemente ferme la bouche. Pero yo soy otro distinto y además, no me quería transformar en eso que ahora decía:
"-¿Y la puta no salió a dar la cara? Puta de mierda, yegua de mierda"
Juro que hasta el carnicero (que, repito, comparte esos conceptos) se puso colorado. Miró para todos lados, pero el hombre de la cara roja y diente por medio era inatajable.
"-¡Ella y el hijo de mil putas del hijo!¡lacra de mierda!¡vago hijo de puta! viviendo a costillas nuestras ¡la reconcha de su madre y la puta madre que lo parió!"
Por primera vez, un milagro en todo sentido, el carnicero apuró su faena para completar lo que el tipo solicitaba, lo embolsó y le cantó a modo de conjuro el valor de la compra. Todo esto a fin de apurar el trámite y espantar al insultador, que a esta altura merecía un soplamocos.
Mientras bolsiqueaba el importe nuestro pacífico ciudanado decía:
"-¡Yo no lo quiero a Macri, pero lo voy a votar para que no ganen estos hijos de remilputas!"
Le dieron el vuelto y ese espacio de tiempo le alcanzó para decir:
"-¡Habría que caparlos a todos los que votan a esos hijos de puta!"
Guardó su compra en el canastito y cambió el tono para despedirse del carnicero: "-Buen día"
Diose vuelta y espetó al aire delante de él: "-¡Se van a tener que ir a vivir todos a Bolivia hijos de puta!" Dato éste que registró el verdulero, que es efectivamente boliviano y que en ese momento trasladaba su mercadería hacia los estantes correspondientes.
Me quedó en la cabeza ese maremagnum de insultos y lugares comunes y me pregunté si yo mismo soy capaz de tanta violencia. Ponele, a mi Macri me subleva, me da ganas de hacerlo puré con el triciclo, pero no lo haría. En todo caso reservo mis sentimientos y los dejo a buen resguardo en la intimidad y me dedico a criticarlo políticamente, porque mi aversión hacia un sujeto no es un argumento válido, es un prejuicio. Por eso trato en la medida de lo posible de fundar mis objeciones racionalmente. Incluso la ironía y el cinismo apuntan en esa dirección.
Me pregunté cuántos de nosotros somos capaces de tanta violencia, violencia que se hace pública y explota al menor contacto. No diré que somos una manga de pacifistas, pero dudo mucho que tengamos reacciones tan virulentas (hay excepciones, claro que si).
En general, como animal de protestas y marchas de toda índole, no vi en ninguna de ellas niveles de violencia como la descripta. En todas las manifestaciones en donde estuve metido había solo pedidos de justicia. No le queríamos pegar a nadie (a pesar del PCR) ni exterminar a los oponentes. Queríamos, queremos justicia.
Si me preguntás, el señor de los insultos no pide lo mismo: pide venganza. De algo, de todos, de bronca, de puro atavismo reaccionario.
Y ahí si, disculpame, ahí sí hay una grieta que nos separa.
Al hombre que insultaba lo tolero, no lo voy a matar por lo que piensa, pero no lo respeto, ni lo respetaré porque sus opiniones no son respetables.
Estoy seguro que ese tipo y los que comparten su mirada del mundo observarían impasibles a los verdugos mientras ejecutan la venganza que ellos llevan en su odio.
Esa es la grieta. Y no la arregla ni magoya.
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Fuente de la ilustración