Cuando hablamos de vacaciones, de verano, el concepto "playa" está relacionado indisolublemente con agua: mar, río, arroyo, dique, laguna, etc. Una "playa" en ese sentido es lo que está antes de ingresar a esos lugares mencionados. Ahí uno deposita toalla, elementos de picnic, sombrilla, chancletas, sombreritos o lo que fuere que uno no usa para meterse al agua.
Cuando el bañista sale del agua se dirige a ese lugar para secarse, engullirse un sámbuche de milanga, ponerse en el lomo un poco de protector solar o jugarse un truco abajo de la sombrilla.
Cuando la canícula vuelva a apretar, el bañista que está en la playa se lanzará de marote en busca del agua para curarse en salud.
Una playa en verano que no esté asociada a un espejo de agua carece de sentido. Es casi lo mismo que una playa de estacionamiento o un desierto con sombrillas. El sol que se "disfruta" en la playa consiste en que, el que lo toma, de vez en cuando se pega un chapuzón, con lo que su disfrute es en realidad la posibilidad de habilitarse un frescor en el momento que se le antoje.
La presencia en una playa sin espejo de agua de duchas, mangueras o regaderas comunales no alcanza para convertirla en una playa vacacional. Quizás una pileta serviría, pero hasta ahí.
Promocionar una playa sin espejo de agua para "pasar el verano" diciendo que sirve para "disfrutar el calor" es una linda chicana para defender una escenografía veraniega que carece del elemento central que define el paisaje playero.
Como habrán comprobado los suspicaces que visitan este blog, decir "
Ponete Playa" ofreciendo una playa con arena pero sin un espejo de agua es un desplazamiento de sentido. Porque "playa" en verano, como hemos desarrollado más arriba, consiste en un lugar que es previo al espejo de agua. Uno no va a la playa porque es una playa, porque tiene arena y puestos de choripanes. Va a la playa porque más allá de ella está el maná que cura el calor, o sea, mar, laguna, río, arroyo, cascada, dique, acequia, canal de riego, etc.
Pienso en un ejemplo ad hoc: en el pueblo en el que vivía en Mendoza había extensiones ingentes provistas de arena, expuestas al hiriente sol del verano mendocino.
Nosotros, niños tradicionalistas, fundamentalistas del sentido original del asunto, ni mamados con grapa añeja íbamos a exponer el lomo en esos territorios con la excusa de "disfrutar del sol". Nadie nos hubiera convencido acerca de las virtudes de esas "playas". Más prosáicos y si se quiere, predecibles, buscábamos lugares en donde el agua pudiera apagar el fuego de la siesta. Y si al ladito mismo de esos paraísos había un espacio (en lo posible con sombra) para dejar las cosas que no podían mojarse y para luego, secarse al sol, más mejor.
La playa sin agua, se la hubiéramos dejado a los amigos de Mauricio.