miércoles, 29 de mayo de 2013

TRES AL HILO

Para despuntar el vicio, acá van tres anécdotas un tanto astringentes sin llegar a la acidez, que involucran a varios personajes de mi pueblo y aledaños. Todos gozan de buena salud y poseen un sentido del humor bastante especial que me autoriza a usarlos como objetos de relato dado que son sujetos de mi afecto.
Como señalé en otra ocasión, si tengo algo de suerte espero convertir estos ejercicios de memoria en un libro. Cosas más extrañas han recorrido el cielo.
Con uds. los personajes:
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A rodar y a rodar
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Sergio tenía un apellido estentóreo: Trombetoni. Y para no desentonar, el vehículo con el que se movilizaba por la vida era tan rimbombante como su nombre: un Chevrolet Master De Luxe, 1938, con volante a la derecha, color verde, impecable, excepto por un detalle: la puerta de la izquierda, adelante no cerraba del todo. Quien viajaba de ese lado sabía que tenía que agarrase fuerte y no apoyarse porque la puerta se abría. Claro, ese dato era de público conocimiento entre los que frecuentábamos el auto, pero el resto del mundo no tenía porqué saberlo.
Sergio, luego de una denodada persecución conquistó a una dama que le era esquiva. Relatar los pormenores de ese cortejo interminable daría lugar a otro relato, ahora seguiremos con éste. Decía, una vez rendida a sus pies, o más bien, una vez que él se rindió a los pies de la señorita, Sergio comenzó a desempeñar oficialmente el papel de novio. Y como el escenario de dicha actuación era un pueblo chico, de talante conservador, bastante chapado a la antigua, casi todas las salidas incluían a la madre de la susodicha que oficiaba de cancerbera, a pesar suyo.
Una tarde de un domingo de otoño que se extinguía lentamente, Sergio y su novia salieron a pasear en el Chevrolet. Con deferencia el novio invitó a la madre de su amor a que los acompañara. La madre en principio se negó, pero ante la insistencia del padre, dejó el mate, se arregló un poco y ascendió al formidable vehículo, hazaña esta que por sí misma merece una mención, dada la altura del ingenio y la talla de la señora que era más bien breve tirando a sinóptica.
Lentamente encararon las calles sin asfaltar del pueblo, más que nada para que el paseo durara un poco más, llegaron al boulevard que nunca falta en un pueblo, dieron una vuelta a la plaza, se demoraron un instante en la panadería, la única disponible, para adquirir algún que otro manjar para amenizar el final del domingo y, una vez agotado el programa, enfilaron hacia la casa de la novia.
La madre, como todos habrán adivinado, viajaba en el asiento del acompañante. Digamos al pasar, que un Chevrolet 38 tiene un asiento delantero en donde caben cuatro o cinco personas cómodas (cosa que ya habíamos comprobado viajando a alguna fiesta en multitud todos dentro del Chivo). Por lo que, de un lado iba Serio manejando, la novia pegada a su humanidad y un poco más a la izquierda, la madre misma tratando de no estorbar los arrumacos de los tortolitos.
Y así, volviendo, Sergio encaró la calle que lo depositaba frente a la morada de la novia. Aceleró un poco para adelantarse a una moto y, emulando a Emerson Fittipaldi, giró a la derecha sin bajar la velocidad, dado que la estabilidad del Chevrolet era imbatible. Pero no contó con el desconocimiento de la madre de su novia que ignoraba las condiciones de la puerta: fruto de la maniobra la puerta se abrió y empujada por la inercia la señora salió despedida del habitáculo dando tumbos cual pelota, adquiriendo un buen número de moretones y una nada despreciable cantidad de tierra pegada a todo su cuerpo.
Sergio frenó inmediatamente, justo a tiempo para ver cómo la señora pasaba cuesta abajo en la rodada, adelantándose ligeramente a la trompa del vehículo.
Bajaron apresuradamente, él y su novia, auxiliaron a la pobre madre e intentaron hacer todo esto con el menor aspaviento posible para no avivar a nadie sobre el accidente. Pero siempre hay mirones, gente despiadada que cuenta estas cosas.
A partir de ese momento, la madre dejó de acompañarlos en sus paseos, cosa que le valió a Sergio nuestras más crueles observaciones.
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¡Bzzzzzz, bzzzzzz, bzzzzzz!
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Le llamaremos Pedro, por ponerle un nombre. Era en esos días, un adolescente con una marcada habilidad mecánica y poco apego al estudio. Su mundo eran los motores. Casi nunca lo vimos sin su mameluco azul, engrasado hasta más arriba del codo. Por supuesto era la mano derecha de su padre en el taller. Allí atendían la salud de vehículos que ya deberían haber pasado a mejor vida, autos nuevos y máquinas agrícolas.
Solíamos ir a visitarlo los sábados a la tarde y usábamos el taller como sala de reunión para decidir qué cuernos hacíamos a la noche.
Una de esas tardes Pedro estaba hundido en las entrañas de un Dodge Polara que se resistía a su sabiduría. Apenas le asomaban las piernas saliendo del capot. Cada tanto gritaba desde las tripas del vehículo para pedir un mate o alguna herramienta que no tenía a mano. Nosotros charlábamos y pensábamos quién sería el auriga ese sábado impreciso.
Mientras todo esto ocurría una abeja, quien sabe buscando qué, comenzó a rondar la humanidad de Pedro, allí abajo. El insecto daba vueltas alrededor de la cabeza del muchacho y éste, con las dos manos ocupadas (una sostenía la pieza rebelde y la otra la herramienta correspondiente) no podía espantarla. Cada vez más exasperado trataba de que no lo picara moviendo la cabeza y soplándola sin éxito alguno. El bichito insistía zumbándole cerca del oído: “¡Bzzzzzzzz, bzzzzzzzz, bzzzzzz!”
Con una terquedad sin límites, Pedro pudo calzar la pieza y ajustarla, todo mientras la abeja seguía acosándolo. Haciendo gestos muy peculiares, con las manos ejecutaba su trabajo y con la cabeza trataba desesperadamente de espantar al bicho. No lo podíamos ayudar porque no estaba precisamente a la vista, aunque sospecho que tampoco hubiéramos interrumpido la escena.
Triunfante, Pedro salió del vehículo, siempre con la abeja empecinada dando vueltas a su alrededor, dejó la llave, se lavó las manos en el tacho ad hoc que tiene todo taller para esos menesteres (y la abeja “¡Bzzzzzzz, bzzzzzzz, bzzzzzz!”). Luego, con precisión china o japonesa (eso de pescar moscas con palitos idem) atrapó la abeja entre sus manos y la encerró sin dejarle un resquicio para escapar. Todos esperábamos la venganza drástica, pero Pedro tenía una idea distinta: abriendo apenas un espacio entre los pulgares entrelazados, imitó el zumbido del insecto proyectando el sonido dentro de sus manos en donde estaba la abeja: “¡Bzzzzzz, bzzzzzzzz, bzzzzzzzzz!” le gritó a la abeja atrapada, “¡Bzzzzzz, bzzzzzzzz, bzzzzzzzzz!”, repitió. Luego, con una sonrisa de satisfacción le dijo al insecto
“-¡¿Te gusta que te zumben en la oreja, te gusta, te gusta?!”.
Giró su cabeza y observó nuestra sorpresa. Dejó ir al bichito y nos espetó muy satisfecho de sí mismo:
“-Ahí tuvo ese bicho de mierda”.
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Cuento corto
...
Se llama Huguito y su principal condición es portar un humor negro a toda prueba. Petiso hasta el fanatismo, con una sonrisa perenne y los anteojos torcidos pese a sus esfuerzos por acomodarlos.
Huguito es, entre otras cosas, carpintero. Y de los buenos: un mueble hecho por él es una máquina de precisión. Un aparador suizo, ponele. Puntilloso, hinchapelotas con los detalles, con los materiales y con los tiempos. Si te dice que va a tardar dos semanas, tarda dos semanas, ni una hora más y más bien que no lo joroben hasta tanto se cumpla el plazo establecido.
Como carpintero está expuesto a accidentes. Uno de ellos, una sierra que se cortó a mitad de un trabajo, le llevó tres dedos de su mano izquierda: índice, medio y anular. ¿Ya dije que el nombrado es un representante egregio del humor negro? Si, lo dije.
A partir del accidente Huguito se lanzó en pos de la sensibilidad de la gente, impresionada por su pérdida. Los chistes que elucubró a raíz de su mano mutilada fueron infinitos. Por ejemplo, informaba a las damas que él había dejado de ser un hombre peligroso porque había perdido la herramienta necesaria para despertar pasión, dado que esa era su mano hábil en el amor. Indicaba que su madre por fin podría ahorrar algo –lana- porque su guante de la mano izquierda tenía solo dos dedos. Comunicaba a sus amigos que desistía de jugar en el arco por motivos obvios, etc.
Ante cada chiste de ese tenor, Huguito reía hasta retorcerse y el resto sonreía forzadamente porque, con la desgracia ajena che, aunque el desgraciado se riera de si mismo con entusiasmo.
Pero el punto más alto de este asunto se registró un mes después del accidente. Una noche, reunidos en torno al billar del Bar Los Amigos, jugábamos una partida apoteótica. Agreguemos que, como neófitos, eran más los errores que los aciertos, pero, ya habíamos dejado el pool para acceder a un juego más serio, de “adultos”.
Huguito en un rincón observaba sin decir palabra, cosa muy rara en él.
De repente se paró frente a la mesa y nos dijo:
“-Bueno, ahora me tendrán que cambiar el sobrenombre, basta de petiso, cabezón, o chicato”.
Todos nos quedamos mirando al interlocutor que hizo una pausa y siguió hablando ante la falta de respuesta de nuestra parte:
“-Así que, como no se les ha ocurrido ningún apodo yo me puse a pensar y encontré uno”
Convencidos que se venía una barbaridad, nos miramos juntando ánimos para enfrentar la crudeza de lo que se aproximaba.
“-Ahora me pueden decir Cuento Corto”
Seguimos en silencio, hasta que uno de nosotros, resignado, pregunto:
“-¿Cuento corto? ¿Por qué?”
Huguito extendió la mano mutilada y, señalando el dedo meñique parafraseo el viejo cuento que se usa con los niños: “-Este dedito compró un huevito...” y luego, salteándose toda la mano hasta llegar al pulgar volvió a decir: “-Y este pícaro gordito se lo comió...”
Nos volvió a mirar y tituló:
“-¿Ven? Cuento corto” y largó la carcajada.
Acompañamos su risa, también con entusiasmo. Aliviados en el fondo porque comprendimos que Huguito quería seguir adelante sin ser objeto de lástima.
Como sospecharán, le siguen llamando “Cuento Corto”, aunque a veces para hacernos los sofisticados se lo decimos en inglés.

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