Cuando eramos chicos en mi pueblo allá en Mendoza, jugábamos al fulbo en un potrero. Encontrar un balón para emprender el match siempre era un problema. A veces teníamos más de una pelota, otras veces ninguna y, ¡ay! en algunas ocasiones traía el fobal algún personaje de esos indeseables, que fundaba su poder en la tenencia del ansiado objeto de nuestros anhelos. Conociendo de antemano la perfidia del poseedor del esférico, lo considerábamos último recurso y recurríamos a él cuando no había otra salida.
¿Por qué? Porque el tipo jugaba a la extorsión y establecía reglas que estaban reñidas con nuestra propia ética de potrero. Reglas que aceptábamos a regañadientes sabiendo que era la única opción para tener con qué jugar. Y cuando el extorsionador se enojaba, por cualquier circunstancia, gritaba "¡Me llevo la pelota ehh!".
La amenaza surtía efecto en algunas ocasiones, pero no siempre. En ciertos momentos la frase produjo la suspensión automática del partido con una rechifla general o una promesa de sopapos que hacía retroceder al chantajista o el sopapo en vivo y en directo, acto por el cuál el infante recibía un correctivo de sus pares que por lo general propiciaba la reacción airada del padre del individuo en cuestión, mientras nuestra dignidad de niños se mantenía incólume.
No lo podíamos definir, pero lo que aborrecíamos era la falta de honor del pibe que chantajeaba a los demás mediante el escamoteo de un fobal. Por lo general a ese niño, al menos entre nosotros, nadie lo invitaba a tomar la merienda o a ver televisión. Porque percibíamos en él al miserable en cierne.
El niño Biolcatti en mi pueblo no hubiera tenido amigos.
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