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lunes, 31 de octubre de 2016

BASTA DE MANOSEAR ESAS PALABRAS

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Devolveme esas palabras. Dejá de pronunciarlas con obscena insistencia. No las digas más, no vuelvas a tocarlas. Abstenete de modular sus sílabas, renunciá a ensuciarlas, a mancharlas. No las rellenes de vacío y grandilocuencia pomposa y desagradable. 
Dámelas, yo las voy a cuidar, nosotros las vamos a amparar hasta que tenga sentido volver a decirlas. Nosotros restauraremos su filo mellado por la estulticia, afilándolas para que corten la realidad como si fuera manteca. 
No las repitas como letanía para hipnotizar cegueras voluntarias y sorderas a medida, no las uses para decribir mundos que no imaginás, no disminuyás su potencia machacándolas contra el suelo.
Hemos luchado mucho por esas palabras, es nuestra sangre la que pintó en las calles las palabras dignidad y justicia. Es nuestro sudor el que llenó de vida las palabras trabajo, educación y salud. Es nuestra propia voluntad la que convirtió al término unión en un proceso vivo y en movimiento. Somos nosotros, los orejones del tarro, los que le dimos sustancia y carnadura a la palabra argentinos.
También somos nosotros los que iluminamos la palabra patria. Somos quienes comprendieron que el otro no es un límite. Somos además los que sostenemos que la libertad se suma y no se resta, que no es una atribución del mercado, un privilegio de los privilegiados.
Somos, en definitiva, los que postulamos contra el aluvión de palabras vacías que la patria, la patria no es nada más ni nada menos que el otro.

domingo, 3 de mayo de 2015

LA VIOLENCIA PRO NO ESTÁ EN SUS PALABRAS SINO EN SUS ACTOS

Tiene razón la Vidalita. Las palabras, el discurso del PRO destila una miel empalagosa de lugares comunes referidos al diálogo, el consenso y esas menudencias que se esfuerzan por desparrramar a los efectos de que los boludos que siempre hay crean que son la encarnación viva del Sri Sri Ravi Shankar (al que le pagaron un fangote para que convenciera a otros boludos acerca de la importancia de respirar).
La agresión, la violencia, está en las acciones del PRO. Ahí el PRO se puede sopesar en toda su perversidad. Con una sonrisa taimada te mandan al féretro sin mayor problema. Luego TN dirá que te prendiste fuego solo como un bonzo, que te tiraste encima el entrepiso de un boliche por descontrolado, que los pobres en la calle agarraron los bastones de la UCEP a carazos.
Y lo peor es que se lo van a creer. Como algunos desprevenidos y otros no tanto piensan que estos tipos representan un cambio, y son, a lo sumo, una restauración al estilo Metternich.
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jueves, 28 de noviembre de 2013

WORD OF MOUTH

Nombrar es hacer ver. Un nombre, una palabra no es sólo una palabra, es un cincel que talla el mundo que vemos. En ese mismo acto, lo que no se nombra queda oculto o velado. También las palabras contienen en sí mismas el modo de mirar, aquello que le otorga un sentido particular del que proviene el sentido que le asignamos a las cosas una vez que las nombramos con esas palabras.
Las palabras, entonces, no son inocentes. Contienen una historia que se despliega en el momento es que salen al mundo colgadas de la boca del que las dice o escribe. La historia de las palabras indica quiénes las pergeñaron, cómo las usaron, con qué intención fueron proferidas, para qué nacieron y hacia dónde apuntan. Por eso, cuando usamos palabras también ponemos en acto esos sentidos previos, incluso cuando no creemos en ellos. Incluso cuando pensamos que ese sesgo queda anulado por el modo en que la palabra fue enhebrada junto a otras.
Las palabras, en ese caso, pueden traicionarnos.
En la literatura, el escritor juega con los sentidos almacenados en cada término, tejiendo y destejiendo los conceptos que esas palabras alumbran u oscurecen, forzando su significado, desguazando las sílabas para tramar historias que se alimentan de esa recombinación. La condición de la literatura es esa búsqueda minuciosa que destroza y construye, en donde la polisemia es una herramienta para crear.
Y sabe (o debería saber) que cada palabra corta como un bisturí. Y que hay que tener mucho cuidado y nunca confiar en ellas.
Las mismas precauciones habría que tomar al usar determinadas palabras en otros campos que no son la literatura. Por todo lo dicho. Pero además porque en ciertos contextos el efecto de las palabras irá mucho más allá del goce estético.
Por ejemplo en política y economía.
Sobre todo en política y economía.
En ambos espacios las palabras son letales. Cada concepto, cada término proviene de una genealogía determinada y alumbra la realidad desde ese sesgo, aún cuando la pongamos en otro contexto. Seguirá diciendo lo que decía porque fue construida para decir de una forma y no de otra.
Y ese sesgo enseña a mirar, aún cuando creamos que nuestra mirada es diferente. Al nombrar un proceso social mediante un término determinado lo estamos definiendo de una forma y no de otra, incluso si nuestras convicciones en la materia son distintas. La disidencia queda anulada por las palabras que usamos. Porque esas palabras, ya lo hemos dicho, no son solo palabras.
Veamos un ejemplo para poner fin a tantas abstracciones:
Supongamos que tenemos una mirada progresista (en sentido estricto) de la sociedad. Defendemos la intervención del estado en educación, justicia y vivienda, etc. Postulamos que el mercado no se autoregula, etc. Entonces, en medio de una discusión decimos que “el gasto público” ha subido o bajado. De pronto nuestra concepción de la sociedad se ha desbaratado, dado que el concepto “gasto público” proviene de una mirada teórica distinta, que propone exactamente lo contrario al progresismo (por decirlo de alguna manera) y que no solo son dos palabras sino un universo de significados enfrentados a nuestra propia mirada de la historia. Usar ese concepto no es solo una concesión sino también una confesión. Al ponerlo en acto estamos legitimando una postura que sostiene que hay que hacer exactamente lo opuesto a lo que pensamos que hay que hacer. Las palabras, entonces, nos han traicionado.
Y así podría seguir citando ejemplo tras ejemplo de palabras usadas con descuido o pereza: seguridad jurídica, previsibilidad, buen clima de negocios, etc.
Caemos en la trampa o ya habíamos caído.

jueves, 3 de enero de 2013

VILLEROS

Es hora de revisar las palabras con las que conjeturamos el mundo. Porque eso que está afuera y recibe taimadamente el nombre de realidad (gracias Julio) nos aparece no solo cuando la vemos sino cuando nos representamos simbólicamente su existencia. Y para eso recurrimos a las palabras. Al decir de algo “esto es algo” no solo lo describimos sino además lo hacemos aparecer simbólicamente de un modo particular. Ese sesgo particular que se funda en una mirada que es la mirada del que ve y cuenta, ve y se representa ese mundo del afuera de un modo singular y luego hace extensiva esa descripción al resto de los sujetos.
Se ha puesto de moda decir, para calificar alguna costumbre, o mejor, para descalificarla: “No seas villero”. La expresión es de una violencia espantosa. Al decirle a alguien que parece “un villero” decimos que los villeros son indeseables, infrahumanos, sucios, deshonestos, promiscuos, sin sensibilidad estética, etc. Y que bien haríamos en no parecernos a un “villero”.
El racismo que contiene la frase es más que obvio.
Cuando escucho semejantes palabras me vienen a la cabeza otras cosas escuchadas, tales como “Negro de mierda”. Esa expresión en particular me remite a la infancia.
Me crie en un pueblo pequeño de Mendoza. Todos mis amigos, incluyéndome, podríamos haber sido tachados de “negros de mierda”. Embarrados de pies a cabeza, con la piel curtida de tanto sol y agua de acequias, corriendo desaforadamente por los callejones de las fincas, jugando al fútbol en un potrero, persiguiendo barriletes chúcaros a través del campo, etc.
Nuestro aspecto y costumbres podrían ser ubicados en estos tiempos tan contemporáneos en el rubro “negros de mierda” o “villeros”.
Y más: mis amigos al igual que yo no derrochábamos dinero, a muchos les faltaba y andaban justos. Se vestían con la ropa de sus hermanos mayores y comían gracias al ingenio de los padres y la generosidad de algún vecino anónimo. Mis amigos y yo mismo éramos, en sentido actual “negros de mierda”.
Al decir negros de mierda, además de todo el desprecio que contienen esas palabras, están insultando mi infancia.
Hay que revisar las palabras con las que nombramos el mundo. Porque si tenemos la aspiración de mejorarlo tenemos que dejar de lado esas taxonomías racistas que impregnan el lenguaje.