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martes, 4 de junio de 2013

EL HOMBRE INVISIBLE


Las leyendas acerca de hombres invisibles se cuentan por centenares, pero en esta ocasión no se trata de un mito: me convertí en un hombre invisible por un lapso nada despreciable de tiempo. No se trata de una metáfora. No es que sea invisible burocráticamente (se sabe que uno puede morirse en los papeles incluso sin fenecer), ni que la proverbial insignificancia que me carateriza haya terminado por cubrir mi sustancia mortal. No no. Fui invisible por dos horas, minutos más minutos menos.
¿Quieren pruebas?
Esta mañana me subí como todos los días hábiles al 514 para trasladarme hasta la estación del fatigador de rieles. Trepé al vehículo, indiqué al bondisero el valor del pasaje deseado y ¡desaparecí! Así como te lo cuento. Y claro, como ya no me veía, un matrimonio que subió al colectivo en la próxima parada me pasó literalmente por arriba intentando llegar al fondo del bondi. No quedó un solo centímetro cuadrado de mis patas inmune a los pisotones, y además, como mi cuerpo invisible continúa más arriba, recibí también una dosis de codazos y empujones que me arrojó sobre un asiento, previsiblemente ocupado por una persona a la cual casi ajusticio mediante asfixia.
No hay que culpar a los dos señores: no me vieron, este humilde servidor ya era invisible.
Pero como los viajes en colectivo duran más que un tema de Meat Loaf estirado hasta el paroxismo paroxístico, una dama de proporciones épicas transitó como si nada por encima de mis ya lastimados pieses. Claro, ¿cómo podía esquivarme si era invisible y de qué forma podía pedirme disculpas? De ninguna, no se puede hablar con el aire. Terminé de confirmar la mutación cuando, en el instante de bajar, un señor con cara de señor me desplazó de la puerta del colectivo y bajó, adelantándose. Es obvio que eso pasó porque no podía advertir que yo estaba ahí primero.
Con mucha precaución, dado que me había dado cuenta de mi condición, encaminé mi humanidad hacia el andén, previo paso por la máquina de pasajes. Me imagino la sorpresa de los pasajeros cuando vieron que el artilugio se accionaba solo, movido por mis manos transparentes.
En la escalera de acceso volví a sufrir las consecuencias de mi invisiblidad: dos jóvenes munidos con tremendos auriculares bajaron a toda velocidad los escalones y ante mi no presencia casi me lanzaron cabeza abajo hacia el hall de la estación. Pobres, no tenían manera de saber que yo estaba tratando de subir. De lo contrario hubieran dejado libre una mano de la escalera. Los problemas que les causé, mirá si se lastimaban tropezando conmigo y yo ahí, tan invisible.
Esquivando personas llegué al extremo del andén, intentando además huir para preservarme ahora que era invisible. Pero los problemas continuaron. Una dama que había decidido fumar antes de subir al tren llegó casi al lado de donde yo estaba (no me veía obviously), encendió su cigarrilo y lanzó el humo a donde ella creía que no había nada de nada, ni nadie de nadie. Quizás mi tos en el instante de recibir la nube tóxica podría haberla asustado, pobrecita, pero como era valiente, no se amilanó y siguió con lo suyo, meta tirar humo en dirección a mis narices. Tuve que moverme a otro sitio para no morir gaseado; la señorita no podía saber que es lo que yo hacía, ni comprender que estaba matándome.
Con los nervios alterados subí al tren. Sabía que en mi estado tal atrevimiento podía costarme la vida. Busqué un rincón lo más alejado posible de la multitud creciente y allí me quede quietito, para evitar mayores desatinos. Pero -¡ay la invisibilidad!- un pasajero se arrojó encima del espacio aparentemente vacío que me contenía. Quise gritar, alertar al señor, pero fue imposible: de espaldas empujó sin miramientos lanzándome contra el costado de un asiento. Supongo que le habrá extrañado la consistencia del aire dado que el vacío que empujaba ofrecía resistencia, pero quién sabe.
Vapuleado, lleno de moretones, maldije la invisibilidad que me asolaba. Estaba inmerso en ese acto de autocompasión cuando divisé una amenaza de proporciones apoteóticas: en el andén de una estación aguardaba una multitud. Dada la escasez de espacio en el vagón supe en ese instante que iba a morir aplastado. Imaginate, se ve un espacio vacío, nadie se va a poner a pensar que ahí hay un hombre invisible.
Entonces decidí resistir: recordé mis años en el pack de forwards y empujé, resistiendo, con todas mis fuerzas. Y ahí se produjo el milagro: volví a materializarme, de nuevo el mundo podía verme. Entonces, fue recuperar la sustancia opaca que refleja la luz para que las personas que empujaban desistieran en su intento de ocupar un lugar que ya estaba ocupado.
Menos mal.
De otra forma, no lo estaría contando.
Eso de ser invisible che, una porquería.
...
Foto afanada de acá

lunes, 3 de mayo de 2010

INVISIBLES

El Subcomandante Marcos dijo alguna vez que tuvieron que ponerse un pasamontaña para que los vieran. Antes del pasamontaña eran invisibles. Antes del pasamontaña no eran ni siquiera esa conjetura elaborada por Margaret Mead llamada "desatención cortés" por medio de la cual andamos por el mundo pispeando de costado a los que nos rodean, para no molestarlos pero sin perderles pisada. Antes del pasamontaña, los chiapanecos de la Selva Lacandona eran muertos sociales, asesinados por una cultura en donde no contaban, para la que no existían.

En eso pensaba ayer. Volvía de una mudanza en esa extraña zona norte en donde se multiplican como hongos los countries y barrios privados con pretenciosos nombres gauchescos, cuando el transporte en el que me trasladaba quedó detenido por un piquete en la Panamericana. Los epítetos vertidos por los pasajeros de la combi fueron los previsibles. Nada nuevo bajo el sol. Por desgracia.
Supongo que algo parecido decían los cientos de automóviles que hacían cola esperando pasar para volver a la Capital Federal. Eso de la libertad de circulación, la tranquilidad de las personas que vuelven a sus casas, etc.,etc.
Pensé en las personas del piquete. Pensé que por un momento, por un par de horas habían dejado el estado de invisibilidad en la que están sumidos en la superviviencia cotidiana.


Pensé en las personas en los piquetes con los rostros tapados, a los que denostan con furia impostada cientos de comunicagadores sociales. Sin esa máscara, para ellos serían invisibles. Fueron invisibles hasta la máscara. Lo son cuando no la tienen. 
Lo son cuando viven en esas cárceles a cielo abierto que son las villas del conurbano y la ciudad.
Lo son cuando mueren en silencio sin dejar otro rastro que una mala lápida.
Invisibles.