Durante unos días me animaré a presentar algunos textos que, si alguna vez me cae de arriba la suerte, se transformarán en una porción de un hipotético libro.
El título que los encabeza es el nombre de una cueca cuyana de López Riverol y Jorge Viñas "De Alpargatas y Chupayas" (la chupaya puede escribirse chupalla o chupaya: es un sombrero artesanal hecho de paja que utilizan muchos agricultores en Mendoza) y tal como sospecharán los relatos tienen como eje una zona de Mendoza y parte de mi biografía, con las licencias literarias del caso.
No han sido sometidos más que a una o dos correcciones así que sin duda tienen errores. Pero creo que ya pueden salir al patio para que los toreen los chocos.
Por tanto, a peteco de los recuerdos, caminemos hasta donde topan las letras.
Con uds. el primero de los cinco relatos.
El título que los encabeza es el nombre de una cueca cuyana de López Riverol y Jorge Viñas "De Alpargatas y Chupayas" (la chupaya puede escribirse chupalla o chupaya: es un sombrero artesanal hecho de paja que utilizan muchos agricultores en Mendoza) y tal como sospecharán los relatos tienen como eje una zona de Mendoza y parte de mi biografía, con las licencias literarias del caso.
No han sido sometidos más que a una o dos correcciones así que sin duda tienen errores. Pero creo que ya pueden salir al patio para que los toreen los chocos.
Por tanto, a peteco de los recuerdos, caminemos hasta donde topan las letras.
Con uds. el primero de los cinco relatos.
...
1.-El Regador
...
Hay
palabras que recuerdan cosas y cosas que recuerdan olores y olores que
recuerdan lugares y lugares que recuerdan momentos en los que uno fue
otro el mismo, en distinto tiempo y espacio pero vaya uno a saber si es
diferente ese tiempo y espacio o son tiempos y espacios que permanecen
como una foto, como el recuerdo que recuerda otros recuerdos.
Lo
cierto es que la foto estampa un instante. Nos queda esa breve captura
de superficie para evocar lo que gira alrededor, lo que giraba alrededor
que es también la evidencia de nuestra presencia y denuncia de la
ausencia que somos, huyendo hacia delante montados en una inexorable
escalera de minutos.
Hace
poco, o quién sabe, hace mucho pero me enteré ahora, una canción me
trajo a la memoria un implemento más bien tosco, elemental, con el que
regábamos la vereda de tierra a la vera de una acequia. La herramienta
es un tarro de lata, de cinco litros que puede ser de aceite comestible o
de automóvil al que se le practican dos agujeros más arriba de la mitad
del recipiente. Por esos orificios se atraviesa un palo, de álamo por
lo general, que se ajusta y asegura con alambre y algún que otro clavo,
aprovechando los bordes dentados que el agujero provoca en la lata y que
se fijan a la superficie de la pértiga.
Ese
artilugio se conoce, al menos en Mendoza, con el nombre de “regador”.
En mi casa, cuando era un niño había varios y se usaban para aplacar la
tierra brava, regar las plantas en
los canteros y aprovisionar de agua a los animales domésticos.
Para
regar con “el regador” había que poner en juego algunas habilidades
tales como recoger el agua de la acequia proyectando el implemento
contra la corriente del cauce de riego, elevar lo obtenido tratando de
que no se perdiera en el camino, llenar el recipiente lo justo y
necesario para que el peso no fuera demasiado o el líquido se escapara
por los agujeros de la construcción.
Una
vez con el agua en la mano, el brazo debía describir un arco largo y
continuo, moviéndose en la dirección que se deseaba regar. Mientras un
brazo sostenía el extremo del palo el otro dirigía la acción y era el
encargado, en el momento final, de ejecutar el lanzamiento del agua
elevando un poco la pértiga y luego, cuando el recipiente estaba casi
paralelo al suelo, catapultar el contenido del tarro sobre lo que debía
regarse.
Semejante despliegue requería coordinación y fuerza. No cualquiera.
Durante
muchas tardes de verano practiqué estos movimientos hasta ser capaz de
regar sin empaparme por completo ni quedar exhausto en el intento.
Cuando
me confiaron el riego del patio y las plantas sentí que había
conquistado un puesto en la consideración de los adultos que dejaban en
manos del niño que era aquella tarea cuasi titánica.
Todavía
recuerdo el olor de la tierra mojada y la fina capa de polvo que
despedía cuando el agua caía encima de su árida superficie. Y como un
recuerdo viene con otro porque son como una cadena inextricable, llegarán
otros.
No sé si es una promesa o una amenaza, eso sí.
1 comentarios:
Ojalá salga ese libro que promete... va a estar bueno (¡ups!)
Publicar un comentario