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Este blog se dedica casi con exclusividad a perseguir el desatino. Una tarea agotadora si me preguntan dado que hay tanto pero tanto desatino dando vueltas por el mundo que a uno no le alcanzan los dedos ni la vista y mucho menos la imaginación para dar cuenta de ello.
Hoy nos vamos a tomar un respiro de tanta coyuntura.
Ayer a la tarde fui a ver la película "Everest". "¿Y qué?" me preguntarán uds.
Pasa que, como dice Lionel Terray "soy, si esta palabra tiene algún sentido, un montañero". No podía ver "Everest" sin que se movieran ahí adentro varias cosas. Para alguien que no tuvo la desgracia de formar parte del club de locos que escala montañas, la película fue una buena historia: conmovedora, emocionante, etc. Luego a su casa, como corresponde, o a comer un McAlfajor y pensar en las vacaciones en la costa.
Pero para quien como yo tiene el estigma de la montaña clavado en la piel, la cosa es bien distinta.
Las imágenes van despertando recuerdos, te vuelven a doler los músculos más allá del dolor, se congela de nuevo la respiración, de nuevo tenés que meter la pata en agua tibia para que no se muera el dedo gordo semicongelado, etc.
De nuevo la sensación del límite infranqueable, la solidaridad atenta de la cordada, el cuidado del otro. La indiferente hostilidad de un medio en el que la criatura humana irrumpe pidiendo permiso, tratando de sobrevivir. Un medio en donde la muerte es más que una conjetura.
Antes de que lo pregunten: claro que el montañista conoce los riesgos. Y los acepta. De lo contrario se dedicaría al futsal arriesgando a lo sumo un esguince de tobillo. El objetivo de este texto breve y entrecortado no es revisar las razones de un montañero para renunciar a la civilización e internarse en territorios inhóspitos y peligrosos. El cuestionamiento lógico (que proviene del instinto de conservación) sobre la necesidad de arriesgar la vida por nada (atenti al título del post) no será contestado aquí y creo además, no tiene respuesta.
El que sube montañas sabe que tiene más posibilidades de morir que el resto de la humanidad. Y de hecho muere cada tanto. Y tiene sus muertos queridos. Los que murieron fatigando las mismas sendas que ahora pisa él mismo. Muertes que le duelen. Como a cualquiera. Incluso cuando sabe que la muerte es parte del reglamento no escrito de la montaña.
No es que un montañista solicite piedad o un trato especial por las muertes que le ocurren (porque cada montañista es cada uno de los montañistas). Ni por su propia y probable muerte. Existe la tentación de decir "-Bueno che, jodete, vos te lo buscaste". Claro, nosotros elegimos estar en la montaña, y es probable que un montañista resucitado trepe de nuevo un serac sin haber aprendido la lección. Nunca aprenderemos la lección. También por razones que sería muy largo explicar.
Pero igual, las muertes duelen. Y los que murieron en la montaña son pedazos de cada montañista que arden bajo la piel aunque los años hayan pasado y la montaña esté lejos en el tiempo y en el espacio.
Por eso este texto tiene la intención de recordar públicamente a los montañistas que murieron en las abruptas laderas de todas las montañas en todo el mundo. Y también recordar a los montañistas que conocí más o menos y que murieron corriendo en lugares en donde los ángeles no andan ni caminando.
Conquistadores de lo inútil. Dementes con los que volvería a caminar los senderos de altura si es que la vida después de la muerte es más que una conjetura.
4 comentarios:
He tenido mi pasado de escalador deportivo, pero siempre fui aficionado a las vías limpias. Le rajo al hielo, la nieve, y esas caminatas cargadas de equipo por pendientes inconmensurables, con grietas tan blancas como el hielo mismo que las cobija... Desde que en un viajecito a La Ola en Córdoba, colgando en un balcón, me di cuenta de que no sabía si tenía la mano izquierda agarrada a la pared o no (con una pequeña hipotermia, producto de estar escalando con llovizna, 3° sobre cero, y viento cruzado de 40km/h), aprendí a elegir que la roca sea la dificultad, en lugar de buscarla en la aproximación.
De todas maneras, unos cuantos kilos de más, unas cuantas horas de menos, y el hecho de tener menos estado que Palestina me han alejado de las paredes hace bastante. Pero eso no me impide encontrar en su crónica, mi querido Dormi, un espejo en qué reflejarme.
Lo mejor que le puede pasar a uno en un viaje es traerse a uno de vuelta. Tanto en el sentido literal de la frase, como en el más lírico, siendo que a veces un viaje se hace más puertas adentro que e el exterior.
Abrazo, y nunca menos!
Luiggi:
Yo tomé el camino inverso. Siempre preferí el largo aliento, la expedición de más de un mes, la aclimatación en el campamento base, el asedio a la montaña, la camaradería algo snobista de los que se plantan al pie de la cara jodida esperando esa ventana del clima que a uno le permita meter un pie en el ventisquero.
Tiene razón, es mejor traerse de vuelta, por eso a pesar de lo que parece los montañistas, ud. lo sabe, toman más precauciones que una abuela cuidadosa.
Y a veces, a pesar de todo, alguno se queda en el intento. La película me los recordó. Como quien dice los volví a ver.
Y también, como ud. dice, me volví a ver a mi mismo. Así como estoy hoy, con varios kilos de más y pocas horas de entrenamiento.
Aquel que era yo y que ahora sigo siendo de vez en cuando, con la mirada perdida en un abismo azul...
Hace rato que dejé la escalada deportiva en favor del MTB. Hice viajes de 15 días por Córdoba, viajé hasta Misiones por la temible Ruta 14, me rompí el alma (y algunos huesos) en Tandil, Córdoba y San Luis. Cada vez que salí de viaje, ya sea a trepar o a pedalear, íntimamente sabía que iba a enfrentar uno de esos momentos en los que uno se pregunta "qué carajos estoy haciendo acá?", siempre para superarlo y sentir que habá encontrado eso que iba a buscar: una parte de mí que normalmente no emerge, sea por cercanía geográfica, o por obligaciones de la vida que uno elige como su "normalidad".
A eso iba con que lo mejor que a uno le puede pasar en una expedición como la que Usted menta es traerse de vuelta. En el sentido literal, existe la alegría de la integridad física. En el más lírico, uno vuelve con pedazos postergados de su sí, que a su vez, se quedan ahí arriba, esperando que volvamos a buscarlos... Una ausencia renovada por la presencia esporádica digamos.
Me ha tocad perder compañeros de aventuras -a manos de algún conductor desaprensivo en todos los casos- y desde ese punto entiendo su nostalgia. Lo que perdemos cuando se nos va otro "loco como uno" es la mirada que nos valida y nos devuelve a esa mixtura de irresponsabilidad e irreverencia adolescente con la firmeza que la edad le ha sumado a nuestros cuerpos. Es un poquit de vida que se nos va... Y al mismo tiempo, es la atracción del vacío, el imprevisto y el riesgo que nos llama. Y cada tanto, nos dejamos tentar.
Mis respetos, y un abrazo.
Se le Saluda, Don Dormi.
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