En mi pueblo había (hay, porque no se ha muerto que yo sepa) un jugador de fútbol de excepción: Armando Natel, cuyo alias es Rafucho. Deportista de características inusuales, habilidoso, con una pegada que envidiaría cualquier jugador de primera y además, con una puntería cercana a la infalibilidad papal. Para contrabalancear tantas virtudes, El Rafucho era un juerguista consumado, poco afecto al entrenamiento, amigo de la noche, las bebidas espirituosas y la concupiscencia reiterada, cosa ésta que enojaba a sus ocasionales entrenadores que no lograban que El Rafucho se tomara algo en serio, incluso su propia carrera.
En eso estaba, digo, haciendo equilibrio entre el cielo y el infierno, cuando se presentó uno de esos momentos irrepetibles en la vida de un pueblo chico infierno grande: uno de los clubes que partían en dos a la afición de la localidad había instalado por fin la iluminación en su cancha. Y para inaugurarla a toda orquesta, el partido del campeonato local contra el archirrival, el otro club del pueblo, fue reprogramado para ser disputado de noche, aprovechando las luces antes citadas.
El anfitrión, Club La Dormida, estaba al tope de las posiciones en el campeonato y le sacaba cinco puntos al segundo (en esa época eran dos puntos por partido ganado). El rival de siempre, Club California del Este, estaba de mitad de tabla para abajo, con una serie de malos resultados que se repetían.
Para el clásico los anfitriones desplegaron una parafernalia enorme: adornaron los costados de la cancha con banderas que hablaban de la inauguración, se habían provisto de abundante cotillón, sombreros, pirotecnia y hasta una banda que amenizaba los cantos de la hinchada. Se sentían seguros del triunfo dada la coyuntura. Conjeturaban que, una victoria en la inauguración contra el adversario de toda la vida, merecía un festejo apoteótico.
Por otra parte, el alicaído California del Este intentaba recuperar algo de ánimo para enfrentar la ocasión. Olfateaban, sus hinchas y jugadores, que los habían elegido como sparrings para que el club La Dormida se luciera mostrando además de la superioridad en infraestructura, la solvencia deportiva que los mantenía en lo alto.
La única carta que tenían los visitantes era El Rafucho. Una carta incierta dado que el jugador estaba a prueba en un club de la primera mendocina y no había certeza de su participación en el match. Aunque, hay que decirlo, los californianos mantenían sobre el asunto un silencio pertinaz que apuntaba, entre otras cosas, a minar la tranquilidad de los locales.
En esa guerra de nervios estábamos cuando llegó el día del partido.
Hubo encuentros previos de las divisiones inferiores, ganados ambos por el Club California del Este. Quizás por la cabeza de algún hincha del Club La Dormida transitó la idea de presagio. Pero como los oráculos a esa hora estaban cerrados por clásico, nadie pudo consultar ninguna fuente de sabiduría superior.
Y entonces se vino el partido de primera. Ante la mirada extasiada de su público ingresó a la cancha el Club Social y Deportivo La Dormida. Sus jugadores estrenaban camiseta y auspicio. Se los veía pletóricos de entusiasmo, contagiados por el fervor de la multitud. Posaron seguros de sí mismos bajo el intenso reflejo de las luminarias.
Luego todos en la cancha contuvieron la respiración: entró al campo de juego el Club California del Este. Y la peor pesadilla de los rivales, El Rafucho, venía a la cabeza, portando el balón.
De todas formas, tanta era la eficacia que había demostrado el Club La Dormida, que la presencia de Natel era, quizás, un ingrediente más para aderezar la ensalada del triunfo (“les ganamos con el Rafucho y todo”).
El árbitro, ya concluidos los trámites previos, dio comienzo al match. Para beneplácito de los locales su equipo marcó el primer tanto apenas a los diez minutos de comenzado el encuentro. Y durante los cuarenta y cinco minutos iniciales dominaron el juego de punta a punta. Solo la habilidad del arquero (y el culo que lo asistió) evitó que el marcador se agrandara.
Los quince minutos de entretiempo sirvieron para que los inauguradores, con ojos brillantes, disfrutaran lo que parecía un triunfo abrumador e inapelable.
Llegó el second half. Y pasó lo inesperado. La Dormida se lanzó en un ataque coordinado que parecía iba a terminar en la red. Pero la pierna del cinco se interpuso providencialmente enviando por rebote el balón a la mitad de la cancha.
Allí estaba El Rafucho que hasta ese momento había sido neutralizado con éxito por la defensa rival. Pero ¡ay las parcas!, su marcador lo perdió de vista un segundo y el Rafucho paró la pelota y encaró el campo contrario. Evadió a un marcador de punta y, desde el borde del área grande, lanzó un zurdazo inapelable contra el arco. Disparo que se hundió en el ángulo derecho del arquero que, como dice la tradición, se tiró para la foto.
Como era de esperar, el silencio se apoderó de la hinchada del Club La Dormida. La otra hinchada, recuperada la esperanza, le dio más énfasis a sus arengas contagiada por el inesperado regalo que el cielo le había hecho al equipo.
Pero la cosa recién comenzaba: aprovechando el estupor de los locales, la delantera del Club California recordó la esencia de su misión en la cancha y comenzó a jugar como si supiera. Y en uno de esos lances dejó otra vez al Rafucho de frente al arco, solo como Adán en el paraíso antes de perder su costilla. Casi paladeando el momento, el jugador apuntó y disparó hundiendo la pelota en el ángulo izquierdo del arco. Esta vez el arquero decidió que era inútil incluso posar para la foto y se quedó inmóvil, contemplando el gol.
A esta altura la parcialidad visitante tocaba el cielo con las manos mientras los locales sudaban la gota gorda. Sin advertirlo el festejo se estaba trocando en tragedia.
Y como a todo postre le viene bien una frutilla, ahí estaba El Rafucho para hacerle los honores.
Perdida la compostura, un enojado marcador central se lanzó contra las piernas de Natel, que había recibido un pase quirúrgico del 10. El Rafucho lo miró de reojo y lo dejó venir. En el momento del impacto desplegó en el aire la clásica bicicleta, haciendo pasar al marcador por debajo, quedando otra vez de frente al arco. Pero Natel estaba dispuesto a cerrar el asunto con un espectáculo. Entonces, en vez de patear y terminar con la agonía, enfrentó al otro marcador que venía desesperado a su encuentro. Amagó a la izquierda, luego a la derecha y cuando el desorientado jugador quedó con las piernas abiertas de par en par por el súbito cambio de dirección le tiró un caño que lo dejó fuera de juego tratando de explicarse por dónde había pasado el balón. El arquero que había comprendido que El Rafucho quería deslumbrar salió a cortarlo en el borde del área chica. Natel venía a la carrera, observándolo. Esperó que el guardameta se arrojara a sus pies para elevar la pelota y pasársela con delicadeza por encima del cuerpo, a una altura suficiente para que no la alcanzara pero para dejarle la sensación que podría tocarla. La pelota cayó tras el arquero y El Rafucho la volvió a poner bajo su pie.
Así, con porte de rey o al menos de príncipe, entró trotando con pelota y todo en el arco del rival.
En ese instante pasaron varias cosas: la numerosa parcialidad local inició la retirada cuando faltaban más de quince minutos para que terminara el partido, la hinchada visitante se pellizcaba para saber si era cierto o estaba soñando, El Rafucho recorría la cancha mostrando una sonrisa de oreja a oreja que quedó inmortalizada en las fotos que sacaban los periodistas que cubrían el evento. Y lo más importante: la fiesta de inauguración se suspendió por acuerdo tácito de los locales. Ahí quedaron los fuegos artificiales y las vituallas preparadas al efecto.
Una vez finalizado el partido, apenas los protagonistas se perdieron en los vestuarios, las luces se apagaron prontamente, como para olvidar lo ocurrido.
La hinchada visitante en cambio, recorrió una y otra vez las calles del pueblo en caravana de triunfo y muchos se fueron a dormir de madrugada con varias copas de más. Incluido el Rafucho, claro está.
Luego el mundo siguió su curso: California del Este persistió en su mala campaña y el Club La Dormida ganó el campeonato con una diferencia de puntos considerable. Pero la caravana del triunfo que intentaron no fue del todo entusiasta, a pesar del esfuerzo de los protagonistas.
Pasa que, cuando atravesaron las calles algunos vecinos salieron a la calle enarbolando linternas encendidas. Con ese solo gesto les recordaron que la verdadera batalla había tenido lugar unos meses antes y la habían perdido. Y que esa derrota no era una derrota cualquiera. Que esa derrota era superior al campeonato que trataban de ensalzar sin éxito. El Rafucho fue uno de los que prendieron linternas esa noche. Aunque, tal como la batalla, esas luces las había encendido unos meses antes.
Yo, que soy parte todavía de la hinchada visitante, cuento esto porque la objetividad no existe y además, para prolongar el festejo en el tiempo. Este gesto escrito sería el equivalente a la linterna que esgrimí con fiereza durante la caravana de los campeones.
Quizás, con suerte, haya algún hincha del Club La Dormida leyendo y viéndose en la obligación de recordar.
No me gusta ser Casandra (versión 2023)
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Otro año interesante ,en el sentido de la maldición china,se termina.
Siempre me he considerado el nivel cero de la perspicacia. No soy buena
previendo aco...
1 comentarios:
Loco sos un artista,por un momento sentí que estaba en la hinchada,me transmitiste una emoción.
Abrazo con el encendedor prendido.
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