Si uno lo piensa bien la eternidad es una porquería. Al menos desde el punto de vista humano. ¿Cómo es éso? Supongamos que el nacimiento es la apertura, un primer paréntesis de la existencia singular y que el segundo paréntesis es la muerte. Toda nuestra vida, al menos como sujetos de la especie, discurre dentro de esos paréntesis. Antes y después de ellos está la eternidad, o sea, el tiempo en el que no está nuestro tiempo particular. ¿Podemos aspirar a un tiempo distinto al tiempo contenido entre los paréntesis? Algunos opinan que si, otros que no. Unos postulan el agotamiento de la singularidad al final del segundo paréntesis y otros sostienen que la vida entre un paréntesis y otro es nada más que una etapa de una existencia mayor que contiene todos los tiempos, o al menos, un tiempo distinto.
Pero esta última discusión, dada la opacidad anterior al primer paréntesis y posterior al segundo paréntesis, es baladí. Apenas aparece, la hacemos aparecer, como territorio de especulaciones y deseos. Lo que tenemos, lo que persiste es el espacio-tiempo entre un paréntesis y otro.
Y el tiempo delimitado por cada uno de los paréntesis es pertentorio. Es único. Sólo tendremos este segundo por el instante que dura y luego no lo tendremos más, nos atravesará y será pasado.
¿Qué hacer entonces? ¿Cómo calmar la angustia de percibirnos finitos? ¿Cómo sanar el dolor que nos taladra cuando la muerte viene a corroborar la finitud del otro, de aquellos que han compartido nuestro trayecto individual entre los paréntesis existenciales?
Algunos tienen la fe como motivo y refugio: los existentes individuales persistirán y habrá nuevos encuentros exteriores al paréntesis final. En este caso, hay una certeza fundada en la confianza absoluta en una entidad de origen supranatural, que es en última instancia, la esencia misma de cada existencia individual para la cuál la mortalidad es nada más que la condición opuesta binaria de la inmortalidad. Pero, como ya hemos dicho, esta es una discusión que no podemos abordar dado que luego del paréntesis de la muerte hay para nosotros una oscuridad impenetrable, al menos como seres vivientes. La fe no es discutible, la confianza puesta en ese más allá contiene en sí misma su propia justificación.
Otros no tienen esa fe: postulan que sólo disponen del tiempo entre cada paréntesis y que no habrá luego más tiempo para su singularidad y que no hubo antes tiempo para ella. Que son mientras son y que no serán más cuando para ellos se cierre el paréntesis.
Adviértase que, pese a la diferencia de miradas, a unos y otros los une su persistencia entre los paréntesis. Que sigue siendo el espacio propio de la vida, al menos, de esta vida tal como la conocemos.
¿Entonces?
La clave está en la existencia. Una existencia que sea igual al despliegue del sujeto por el mundo intentando proyectar su interioridad, su subjetividad en el espacio tiempo. Ese despliegue, la conciencia de ese despliegue suele conocerse con el nombre de felicidad.
Y para que el despliegue sea efectivo debe ocurrir aquí y ahora, dentro de los paréntesis. Si alguna felicidad es posible tiene que ver con ese paulatino desenvolvimiento que nos envía al tiempo sin ser tiempo.
Hay que descartar entonces, combatir, refutar, destruir la teleología que identifica el futuro como recompensa del presente. Una serie de futuros venturosos que exigen sacrificios para alcanzar ciertos rangos que son calificados por la ética reinante como fuentes de felicidad. Este razonamiento plantea anular el despliegue de cada sujeto en pos de un futuro despliegue al que podrá acceder una vez que complete su cuota de infelicidades, o sea, de retraimientos. Y esto no significa que no sea necesario el trabajo humano ni que para adquirir cierto volumen de despliegue no se requieran esfuerzos persistentes y sistemáticos. No es esto un elogio de la desidia. De lo que se trata es de que los esfuerzos lleven implícita la marca de nuestro despligue y que contribuyan a constituir un sujeto que va descubriéndose en las encrucijadas. Que nuestros esfuerzos no sean apropiados, no nos sean sustraidos, en función de una lógica finalista, por un sistema que se alimenta de la renuncia masiva de mucho sujetos a los que se impide la felicidad, o sea, el despliegue por el mundo.
Hay que desterrar esa ética, esa trampa que nos convierte en engranajes. No tenemos más tiempo que éste para desplegarnos por el mundo. No hay últimos que serán primeros ni primeros que serán últimos en el breve espacio entre los paréntesis inevitables.
Y ninguna institución que propugne la renuncia como condición de la existencia merece alguna consideración.
Quedará para otro momento la charla sobre la libertad como condición del despliegue por el mundo y la libertad de los otros como suma que permite el despliegue de la existencia individual, pero a la vez colectiva en un doble movimiento.
Me gustaría culminar estas reflexiones sueltas con una idea que le afané a Lyotard: lo acontecimental es infinito. Esa auspiciosa complejidad de lo real es lo que abona mi esperanza.
Poemas con excusa: décimas mortuorias
-
Fuente de la imagen
Aprovechando que la muerte de los espacios virtuales es reversible,
revivimos este blog para una nueva edición de los Poemas con excu...