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Antes que nada, buenas. De nuevo estoy de vuelta. Esta pausa de algunos días me llenó de bilis y tengo tantas cosas que decir, tanta mierda que se amontonó escuchando pavotes en vivo y en directo, que no sé por donde arrancar. Parece que me topé con una suelta masiva de boludos y semejante avalancha no se puede procesar de una sola vez.
Entonces, como el fiel Gabriel Betteredge, el mayordomo, personaje genial del excelente libro "La Piedra Lunar" de William Wilkie Collins, que cuando estaba colmado de perplejidad volvía una y otra vez al "Robinson Crusoe" de Daniel Defoe buscando respuestas, yo hice algo parecido pero con un libro, cualquiera, de Hernán López Echagüe. ¿Por qué? Porque me parece uno de los pocos periodistas en el sentido fuerte de la palabra que quedan y en sus libros combina rigor periodístico con un estilo literario narrativo certero y solvente (combinación cada vez más extraña).
Le toco el turno a "El regreso del Otro", uno de los textos que apareció en la parte de arriba de una de las cajas de mudanza que me asolan por estos días.
En las páginas 35 y 36 me encontré con este pequeño texto que de alguna forma resume mi estado de ánimo en estos días.
Lo transcribo para retomar la nada agradable tarea de rastrear el desatino que este blog arremete con la menor eficacia posible, dadas las limitaciones del espacio, pero sobre todo, del autor que aquí suscribe sus propios baldíos.
Léyanlo, es selente. Como verán, he modificado cierto nombre capicúa para que el lector no tenga que andar tocándose las partes pudendas del lazo izquierdo en público, no te da vergüenza, grandota/e.
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"En las grandes ciudades del país las personas de buen pasar vagaban por las galerías de los centros comerciales examinándose atentamente el ombligo, es decir; venerando la idiosincrasia de su ombligo, del hoyito de carne estriada y con pelusas alrededor del cual gira la Tierra, su Tierra, es decir, su auto, su casa, su seguridad suya, su colegio privado de sus hijos, su asistencia médica privada, su televisión por cable, su temporada de descanso en su Brasil, en su Miami o en su Polinesia, su empleada sumisa, su rotweiller, su infidelidad excusable, su apoliticismo político y partidario del político que le asegure que por el resto de sus días tendrá su auto, su casa, su colegio privado, su asistencia médica privada, su televisión por cable, su temporada de descanso en su Brasil, su empleada sumisa, su perro jodido, su permiso para ser infiel y, vaya, claro, su aire de tipo apolítico.
Iban de un lugar a otro, el pecho inflado de arrogancia, con algún electrodoméstico a cuestas y un fajo de desdén en la billetera. Caminaban sin mirar hacia atrás porque temían convertirse en estatuas de sal, como le ocurrió a la mujer de Lot, ya lo había advertido Carlos Saúl I decenas de veces, y en la escuela nos han enseñado que a las estatuas de sal les cuesta mucho darse maña en el manejo de un control remoto o de una tarjeta de crédito, y, más trabajoso aún, hablar, hacerse entender a la hora de, pongamos, decirle al pibe limpiavidrios que no está en tus planes bajar la ventanilla de la puerta de tu auto muy tuyo porque tenés la certeza de que detrás del pibe limpiavidrios aflorarán cien pibes limpiavidrios que te destriparán, y entonces perderás tu auto tuyo y todo lo muy tuyo que representa esa carrocería espléndida. Que es mucho y todo tuyo. Un hato grande de ganado que tenía a la pobreza como pecado mortal y despreciaba al pobre por encima de todas las cosas. La respetable clase media reía, había echado a dormir la visión y toda percepción de su propio sumidero. La respetable clase media vivía en una civilidad fundada en nubes de betún que nunca se disipaban. Las encuestas de opinión habían demacrado definitivamente el deseo y deteriorado toda pulsión.
De modo que los comicios no eran otra cosa que una triste escenificación de civismo, un celo por las instituciones que duraba lo que un parpadeo. Una diligencia tribal: meter una papeleta en un sobre; luego el sobre en la ranura de una caja, y de regreso a casa a comprar ravioles, una botella de vino tinto; almorzar; dormir la siesta y en la noche esperar el resultado de la elección como el que espera el resultado de la quiniela. Ése es el tamaño de la libertad que nos permite este sistema. El de una ranura. Al día siguiente, a cerrar la boca y a obedecer. En la fábrica, en la oficina, en la escuela, en la calle. Y en momento alguno dudar del fatalismo que rige nuestra vida. Todo es así porque así debe ser: Carlos Saúl I otra vez presidente. Todo en orden. Los cerdos en su chiquero, las gallinas en su gallinero y los timoratos en su pecera. Año, como tantos otros, de convalescencia de la nada, de antropocentrismo porteño."
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4 comentarios:
Una maravilla. Si encuentro una lámpara de aceite, la froto y sale el genio, sin dudas le pido poder escribir así.
Perdón que no sea más optimista, pero al respecto se me ocurre que en realidad la sociedad fue más o menos siempre así, en esa época se exacerbó, masificó... e instaló para siempre. Luego tuvimos/estamos teniendo un breve interregno a nivel latinoamericano en el que los que pensábamos que todo eso era la pudrición pudimos hacernos oir, y porque nos empezamos a escuchar y darnos cuenta de que no estábamos solos y éramos más de los que pensábamos, creímos que éramos MUCHOS más de los que pensábamos y que la sociedad estaba cambiando, y que el individualismo consumista podía ser derrotado.
Pero ¡ay!, nada cambió, no es que vamos a volver a los90, los 90 nunca se fueron... apenas ocurrió que nosotros pudimos ocupar un lugarcito, tal vez nada despreciable, del que pronto nos van a sacar en toda latinoamérica, (patada en el tuges mediante) para que las cosas sigan siendo normales, todos estemos unidos y no perdamos el tiempo en politización e ideologización, todas cosas ñoñas, horribles, demodé, anti-cool
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