lunes, 18 de febrero de 2013

ANIMISMO TECNOLÓGICO

Hay personas que profesan el animismo tecnológico. Esta arbitraria afirmación deja de serlo cuando por algún tipo de castigo divino o penitencia a cuenta nos toca aguardar en la cola de un cajero automático.
Ahí puede observar el impaciente investigador la conducta que confirma la adhesión del sujeto usuario a esa creencia que indica que las cosas están dotadas de alma y uno debe venerarlas y temerles.
Por ejemplo, esa coqueta mujer de más allá de la mediana edad que, provista de un par de anteojos que no deja de acomodar sobre la nariz correspondiente, intenta descifrar las consignas que pérfidamente le plantea la máquina contadora: “¿Desea realizar otra operación?” es una pregunta que convierte a la señora en una estatua de sal. Vemos que sus manos tiemblan y en la nuca brilla una gota de sudor causada por el miedo que le infunde el artilugio que tiene enfrente.
Reacomoda su billetera, levanta el papel que certifica la operación anterior, revisa a un costado y a otro del cubículo, vuelve a mirar la pantalla, y con un dedo tembloroso, presiona “No”. Entonces la máquina infernal escupe la tarjeta de una buena vez por todas pero la señora no se ha dado cuenta y espera que el ingenio le extienda el plástico en mano. No advierte la asustada mujer que en la ranura a la derecha de la pantalla una luz verde titila desesperadamente y un pitido intermitente perfora los oídos de toda la fila.
Nunca volverá la cabeza en busca de ayuda, en parte por la mentada inseguridad pero también por la vergüenza de confesar una imposibilidad tecnológica. Hasta que, luego de un largo minuto caerá en la cuenta del mecanismo. Extraerá la tarjeta y, aún todavía, permanecerá frente al cajero otro minuto guardando sus enseres.
Trata de recuperar el ritmo cardíaco normal ayudada por un comentario a media voz “-Cajero de mierda”
La fila que aguarda chocha de la vida, te digo.
La dama se retira y calculo que siente en su espalda la mirada furibunda de la multitud.
Pero ¡oh suerte! Frente al cajero se ubica ahora un señor con un manojo de facturas de servicios. Es obvio que desea pagarlas a través del aparato. Y es evidente además que intenta semejante hazaña quien apenas puede con su celular antiguo y vetusto que todavía lleva el logo de “Movicom”. Quiere volar pero aún no sabe caminar. Lo que todos en la fila sospechamos, dado el despliegue gestual del aludido frente al teclado del mecanismo bancario.
Acierta a colocar la tarjeta en la posición correcta y además, emboca la contraseña. Pero aguarda una magia que no ocurrirá: debe confirmar el password en la pantalla pero no consigue establecer la relación entre las palabras y el acto de presionar el ícono verde que por fin lo dejaría entrar al universo del cajero.
Como se demora, alguien le sopla “-Señor, tiene que apretar el botón verde”. Y el señor busca con desesperación el botón verde que tiene en la pantalla pero que él supone se esconde en algún rincón del cajero. Y sí, está ahí, al ladito mismo de la mano y dice “Anotación” pero el color verde del mismo no lo convence. “-A ver si meto la pata meto”. Alguien de la fila se acerca y le indica “-Ése” y el señor por fin mete el dedo en la pantalla y ahí está una nueva pesadilla en forma de menú de opciones.
El señor comprende que el asunto está más allá de sus fuerzas y exclama “-Cajero de mierda, mejor voy a un Pago Fácil” e intenta recuperar la tarjeta que ahora tiene el cajero en sus entrañas. Y ahí aparece el segundo problema: ¿cómo carajo se hace eso? Otra vez la mano amiga de la fila señala la tecla “Cancelar” y el señor obtiene la tarjeta y, de acuerdo a su semblante, la libertad.
El camino se despeja para la fila que ve con beneplácito como tres, cuatro clientes meten los dedos a toda velocidad, obtienen su satisfacción garantizada o le retenemos su dinero y se van tan contentos.
El paraíso mismo che.
Pero lo bueno dura poco. Exactamente el tiempo que media entre esta visita al cajero y la nueva visita que hacemos unas horas más tarde en otra entidad bancaria.
Comprobamos que hay nuevos obstáculos para añadir al calvario: una mujer de similares características a la descripta con anterioridad aguarda su turno. “-Otra vez no, por Tutatis” pensamos, maldita la suerte perra dos veces en el mismo día en diferentes cajeros y la misma sopa.
Pero la señora nos da una sorpresa. Se mueve con agilidad y con precisión busca y encuentra las opciones correspondientes. Todo camina sobre ruedas hasta la fase final. La fatídica fase final. Se sabe que los comerciantes no desperdician oportunidad para vender sus porquerías y los bancos son, al fin y al cabo, comerciantes. Entonces aprovechan que el atribulado consumidor está usando el cajero para intentar venderle un seguro contra robos en el propio cajero. Linda manera de levantarle a uno el ánimo. Y el momento que eligen para semejante faena es el punto en que, al culminar la operación solicitada el aparato escupe la tarjeta y nos da las gracias.
El tiempo en que la tarjeta es expulsada ya está grabado en el marote de cada usuario de forma tal que, cuando esa operación no ocurre, cuando nada pasa, esperamos lo peor: el cajero por algún misterioso complot nos ha retenido la tarjeta. El pánico se apodera del nosotros, en este caso de la señora que, pese a su solvencia técnica presiente que algo hizo mal y por eso su tarjeta no sale de la entrañas de la máquina. “-Pero si yo hice todo bien ¿qué pasa?” conjetura para su coleto la dama. Se castiga a si misma por no haber anotado el número ése que cuando uno está por usar el cajero le avisa que ante cualquier inconveniente llame al teléfono etc. “-Puta madre” piensa la señora aunque no lo dice en voz alta. “-Cajero de mierda”.
Entonces advierte que en la pantalla hay una pregunta nueva. Una pregunta que es una oferta de venta de servicios. En una ominosa y larga oración el banco le ofrece el seguro del cajero y al fondo a la derecha pone dos botones: uno verde y uno rojo. Verde que implica contratar el seguro y rojo que no. Botones similares a los que se usan cuando uno quiere terminar con los trámites del cajero. La señora lee y, luego de dos largos minutos comprende que le quieren vender algo y que ella no desea comprar nada. Entonces observa que los botones de la pantalla tienen mensajes distintos a los habituales. El verde indica “¿Desea contratar el seguro ahora?” y el rojo “Hacerlo en otra ocasión”. Obsérvese que no existe la opción de “Métanse el seguro en el orto” o sea, no quiero comprar una mierda.
La señora indica que no quiere seguro ahora y ahí, por fin, el cartel de “No quiero realizar ninguna otra operación con este cajero de mierda que encima me quiere vender porquerías”. La señora finaliza su safari, extrae la tarjeta y se va puteando, ahora sí, a un volumen más que audible.
Lo dicho, animismo puro.
Y nosotros en la fila. Como Marat en su bañadera.

3 comentarios:

Moscón dijo...

¡¡Me pasó a mi!!Me agarra pánico escénico cuando me tengo que enfrentar al diablo de chapa,pantalla y electrónica.
Uno mas o menos la cancherea,meto tarjeta,me saluda,pongo PIN,elijo caja de ahorro,elijo monto,apreto si.
Un día me obligaron a comprar una...¡Sepultura!,manga de hijos de puta la alternativa era tan ambivalente que tuve que llamar a gente del banco(estábamos dentro del horario bancario)y mi ánimo no era precisamente conciliador si medían mis alaridos.Y me sacaron el plástico de la sucursal del averno y me lo devolvieron,mientras mascullaba toda clase de amenazas al personal si detectaba algún choreo.
No pasó,final feliz,es el precio por no ser un protoautista.

José Pepe Parrot dijo...

Moscón:
A mi me pasó lo del seguro. Estuve como tres minutos esperando y mandándome a la mierda por salame.
Menos mal que el cajero estaba solitario y nadie vio mi cara.
Menos mal.

Unknown dijo...

Por ahora no me pasó nunca lo de la publicidad, pero como voy a intervalos irregulares al cajero olvido el procedimiento cada vez (no el pin, por suerte). Hasta ahora los empleados me han tenido paciencia cuando les pido ayuda.