lunes, 17 de octubre de 2011

SANTO REMEDIO

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Ahora que se puso de moda esta palabrita, "bullying", o acoso escolar, me ricordé de un sucedido que me ocurrió a mi y a mi contingente humanidad allá por los tiempos en que me lanzaba de cabeza a la educación secundaria.
Resulta que el colegio al que iba, Colegio Nacional así con mayúsculas, estaba en una ciudad que dista 58 km. de mi pueblo. A todos los efectos, para un pibe de esa ciudad, mi villorio era propiamente "el campo". De allí llegaba yo, apeándome del colectivo, un poco cohibido por la urbe que me rodeaba. Y ese temor se me notaba en la cara, sin duda.
En el curso que me había tocado ¿en suerte? medraba una banda de prepúberes capitaneados por un petiso cuya principal virtud consistía en tener un apellido doble y, luego lo supe, de la rancia alcurnia del lugar. Amparado por esa promesa de impunidad, el señor y sus amigos se dedicaban con entusiasmo a molestar a todos aquellos que consideraban distintos, de una clase social inferior o lo que se les antojara como motivo de ataque.
Yo, llegado de lo más profundo de la provincia, era un blanco irresistible. Así, durante la primera semana de clases, sufrí sin atreverme a elevar la voz, las persistentes burlas de los susodichos. Burlas que más de una vez se transformaron en agresiones físicas, aunque a distancia: lanzamiento de borradores, tizas, papelitos, uno que otro escupitajo y cosas así.
Un poco traumado por tantos cambios, durante ese lapso de cinco días hábiles me quedé en el molde. No sabía en qué terreno pisaba y la verdad, tenía un poco de cagazo. Claro, lo que los bullyineros no habían previsto era mi formación de la primera infancia: me había criado entre medio de una banda de personajes cuyas travesuras harían palidecer a los más pintados, y provistos, ellos y yo, de una considerable resistencia física desarrollada en interminables siestas transitadas en la mera intemperie y combatiendo con cuanta pandilla opositora anduviera por ahí. Digamos, ese era mi as en la manga.
El lunes de la segunda semana, como de costumbre, la banda me seguía, gritándome casi a la oreja una colección de insultos que a ellos les parecían muy graciosos. Soporté en silencio más o menos veinte metros mientras atravesaba una plaza. Hasta que sentí en medio de la oreja aquel santo y seña que obliga a defender el honor a cómo de lugar: un húmedo tincazo en el lóbulo orejal.
Esa acción artera desbordó el vaso, como la legendaria gota que derramó el idem.
Movido por el resorte de la reivindicación, me volví en seco, parándome un segundo frente al cabecilla de la patota, al que medí a toda velocidad. Apunté con cuidado pero sin pausa y le descargué un puñetazo, mero sopapo, trompada o como quieran llamarlo, en medio de la boca que gritaba insultos. Un directo con el brazo extendido y los nudillos unidos para que el dolor se multiplicara.
Se ve que tenía bronca acumulada, porque el petiso salió eyectado hacia atrás y aterrizó de culo en un charco. Esperé la reacción de sus amigos, pero no hubo. Obviamente. Los miré de hito en hito, me acomodé un poco el saco del uniforme y retomé el camino sin apurarme ni un poco.
A partir de ese momento no volví a sufrir acoso o ataque alguno, aunque hay que confesar que tardé más o menos una semana más en conseguir algún conocido para charlar un poco. Se ve que había cundido el miedo.
Al contrario de las historias con moraleja, nunca entablé una relación de algún tipo con el petiso, que siguió supongo con sus costumbres. No se puede hacer causa común con un miserable, en ninguna circunstancia.

4 comentarios:

ram dijo...

Se está olvidando del muy eficaz rodillazo en las bolainas.

Jorge Mux dijo...

Muy bueno. Qué lindo es escuchar una historia real en la que los poderosos no triunfan.

Jorge Mux dijo...

¿Dije "escuchar"? Bueno, era casi como que escuché el sonoro "punch" en la cara del petiso.

Mordi dijo...

El problema es cuando el acosado no es capaz de defenderse. En este caso, el acosador estaba en inferioridad de condiciones. Desgraciadamente, no siempre es así. Es por ello que hace falta que la institución ofrezca alguna solución o protección para las víctimas del acoso. Además de indicar a los miserables su actitud.