domingo, 25 de octubre de 2009

HACELA CORTA: El cuentito del sunday

Un viejo cuentito que tenía almacenado por si las moscas:

Nieblas del Riachuelo

Marcelo Daniel Fernández Olivares

Caminó las dos cuadras que lo separaban del cabaret con la tranqulidad que otorga la veteranía. En la sobaquera llevaba una automática, liviana y poderosa.

En la puerta saludó y entró, como todas las noches.

Se sentó en su sillón, el de todas las noches también. Y como todas las noches tomó café.

Estuvo vigilando con atención una de las mesas vecinas, en donde un obsceno yuppie derrochaba dinero con el mayor desparpajo.

Luego lo vió partir, de la mano de una de aquellas vampiresas de utilería.

Salió despacio detrás de la pareja. Se adelantó en el estacionamiento y lo esperó, viéndolo llegar tambaleante con la llave tintineando entre las manos. La vampiresa esperaba en el frente mismo del lugar.

Ofreció ayuda al borracho. Este agradeció y le hizo señas con la llave. Necesitaba que alguien le abriera la puerta. Caminó colocándose detrás del hombre, simulando interesarse por su situación. En ese momento, con toda precisión, colocó el arma sobre la nuca del beodo y disparó. Apenas hubo algún sonido amortiguado por el silenciador.

El hombre de negro tomó al muerto del brazo y lo arrastró hasta su vehículo. Lo acomodó a su lado y protegido por los vidrios polarizados, salió raudamente hacia la avenida. La vampiresa quedó ahí, esperando, mirando pasar ese auto importado que aceleró con ferocidad, una vez que llegó a la calle.

Con calma, el sicario fue derivando hacia el sur de la ciudad, dando vueltas por un laberinto de calles y cortadas.

Encendió la radio.

“-Nieblas del Riachuelo, amarrado al recuerdo te sigo esperando…”

Esa canción siempre lo conmovía.

“-Nunca más la ví, nunca más volvió…”

El muerto a su lado se movía al ritmo de los baches.

“-Esa misma voz que dijo adios..”

Detuvo el automóvil a la vera del Riachuelo, oculto entre algunas casillas abandonadas. Aseguró el cadáver con el cinturón de seguridad y bajó. Empujó levemente el vehículo que adquirió velocidad con el desnivel de la costa y lo observó sin sorpresa cuando se estrelló contra el agua sucia y aceitosa y comenzó a hundirse en un pequeño remolino.

Acomodó las manos en los bolsillos y se fue tarareando bajito:

“-Esa misma voz que dijo adios…”

Esa canción siempre lo conmovía.

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