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miércoles, 26 de octubre de 2016

SE LO QUE HICIERON EL AÑO PASADO

Y la pregunta hoy sería ¿cómo les va la vida?
...
...
¿Habrán ententido que se dieron un tiro en la pata?

sábado, 4 de octubre de 2014

NO ES LO QUE PARECE

Observe el afiche.
¿Vuelve José Carreras a Adrogué?
¿Le gustó y viene a tomar mate y cantarse algo?
...
...
No no ingénuo viandante.
Resulta que el 24 de septiembre recordaron esa visita.
Pero uno se da cuenta del hecho luego de leer el afiche con atención.
La letra chica, bah.

viernes, 29 de noviembre de 2013

METELE QUE SON PASTELES

Es un día de nostalgias. Se sabe que la nostalgia le ocurre con mayor frecuencia a quien tiene algunos tiempos idos acumulados en las sienes. Es mi caso. Intentaré darle forma verbal a la que me acomete en el día de hoy. Parecerá de orden culinario, pero no lo es tanto, o si lo es, pero además es bien otra cosa, lo que no hace más que aumentar la confusión.
Entre los amigos que la distancia dejó en Mendoza, está un grupo de inadaptados con los que acometimos el trabajo de sonidistas e iluminadores. A partir de una pequeña empresa que surgió de otro emprendimiento, de buenas a primeras, nos vimos envueltos en la vorágine que significa laburar en un escenario. Aprendimos a los ponchazos el oficio y durante tres años fatigamos muchas fiestas, cumpleaños, recitales, etc., provistos de la clásica remera negra de los plomos y portando el cinturón con herramientas que otorga chapa de que uno sabe lo que hace (o al menos pretende saberlo)
Mi especialidad en la manada era la iluminación: Instalación y control de todos los chirimbolos que sirven para darle vida a un salón vacío y que parezca una pelea de la Guerra de las Galaxias, o para que un recital adquiriera el relieve de una presentación profesional, o para que la entrada de la cumpleañera sea seguida con toda precisión por un haz de luz que la transforma en una estrella de Jolivud. De todo eso me ocupaba, con cierta habilidad que provenía de la casualidad y los sucesivos choques eléctricos que me propiné dada mi proverbial torpeza.
En el fragor de esas batallas contra cables, chips, escaleras frágiles y carga y descarga de todo tipo de aparatos los laburantes estrechamos lazos de amistad signados por la singularidad del oficio (que tiene su lado snob, sin duda).
Pasa que, compartir largas jornadas que no terminan más, armar la parafernalia, desarmarla en la madrugada cuando todos se fueron a dormir y los gallos cantan, descansar un par de horas y volver a arrancar, bañarse y cambiarse en vestuarios, baños y tugurios que nunca conocieron épocas mejores, etc., exige que uno por lo menos soporte a sus compañeros de trajín. Y si aparece la amistad es mucho mejor. Y si esa amistad es previa adquiere nuevas dimensiones. Como en nuestro caso.
Dos costumbres entrañables de esa época quedarán para siempre en mi memoria, gusto y olfato.
La primera: cuando estábamos en lo peor del laburo, enchufando, probando y ajustando, teníamos nuestro coffee break, con características muy particulares. Tomar, tomábamos cualquier cosa, mate, café, gaseosa, dependiendo del momento del año y el clima reinante. Pero invariablemente engullíamos sánguches de mortadela. Y nada de muestras gratis. Enormes y sustanciosos emparedados confeccionados con la mitad de un pan de medio kilo (habituales en Mendoza) y una provisión de fiambre notable. A veces le poníamos mayonesa pero no siempre.
Esa merienda tardía era el sustento necesario para encarar la segunda parte de la tarde y la noche, en previsión de que la cena fuera obviada por la magnitud del laburo. En algunas ocasiones la ceremonia de los sánguches se repetía en la madrugada, mientras estábamos desmontando los chirimbolos.
Cuando uno de los facinerosos del grupo tuvo la ocurrencia de casarse, además de ponerse un traje nos dio otra sorpresa. En la fiesta correspondiente, allá por la madrugada cuando estábamos en plena beoditud y las corbatas adornaban nuestras cabezas como la mítica vincha de Guillermo Vilas, apareció en medio del salón una mesa rodante adornada con meticulosa delicadeza, cubierta con una tela primorosa y escoltada por los mozos del catering cual si de una joya se tratara. En medio de una ceremonia digna de una coronación y al final de un tañido de trompetas ejecutado por el DJ, los mozos retiraron el velo y dejaron a la vista ¡una montaña de sánguches de mortadela!
De más está decir que nos abalanzamos sobre ellos, riendo, llorando, festejando aquellos tiempos que se nos iban y de hecho se escurrían entre los dedos de las patas.
La segunda: la madre de uno de los compañeros de plomitud era (porque ya no está) una tremenda cocinera que hacía de la comida criolla un poema. Y uno de sus sonetos más famosos eran los pasteles fritos (en otros lugares que no son Mendoza se los conoce como empanadas fritas o, delito lingüístico, empanadas suflé). Desde que el trabajo nos juntó adquirimos la costumbre de festejar cada cumpleaños en la casa del nombrado (que con sus padres tenía una especie de bar - restaurant privado que en el fondo lucía una meticulosa cancha de bochas que se usaba como excusa para juntarse a comer).
Describo los pasteles para que se les haga agua la boca, aunque no creo poder reflejar tanta magnificencia en simples palabras: la cosa comenzaba con un picadillo de carne adobado con entusiasmo, que incluía cebollas, morrones (pimientos les decimos en Mendoza), ajo y especias varias. Se cocía en grasa de pella (la más pura de todas) un día antes de armar los pasteles para que reposara como se debe y rejuntara todos los sabores. La masa era semihojaldrada, hecha a puro palote de amasar, de dos capas y cortada en círculos que también quedaban hechos el día anterior. Luego, como las empanadas clásicas, se armaban sin otro agregado que agua para pegar los bordes y reforzar el repulgue y de ahí marchaban derecho a la olla.
Una enorme olla de hierro fundido que borboteaba en el fuego (fuego de leña, of course). Dentro del caldero milagroso había también grasa de pella pura y transparente a la temperatura del infierno. Ahí caían los pasteles y la cocinera los retiraba con una espumadera mastodóntica cuando estaban dorados y crujientes, depositándolos en fuentes enlozadas (esas amarillas con bordes verdes) también de generoso tamaño. Y de ahí a la mesa en donde la turba esperaba alborozada la llegada de semejantes delicias. Acompañábamos invariablemente los pasteles con el típico sodeado. ¿Qué cuernos es un sodeado? En un vaso grande mete el lector dos cachos de yelo, más bien amplios, le incorpora un tinto de regular calidad (nada de varietales o cosa por el estilo, apunte más bien a Toro o Uvita) hasta la mitad del vaso y luego activa la mezcla con el prodigioso chorro que emerge de un sifón de soda, hasta completar el volumen del recipiente. Es importante que la soda choque contra el vino y los tempanitos para que aparezcan esas burbujas etílicas que son tan gratificantes. Eso es un sodeado y tiene la virtud de ayudar a procesar la proteína y además, agregarle frescor al gañote.
Hemos llegado, es menester confesarlo, a comer una docena de pasteles por cabeza, lo que es prodigioso dada la contundencia del alimento.
Mientras los pasteles morían arreglamos el mundo infinitas veces y soñamos sueños que luego fueron realidades. En una de esas juntadas tuvimos como invitado al mítico Andrés Antonio Areco (que los mendocinos recordarán por el programa de radio “Peña Folklórica de Cuyo”) que había llegado al pueblo para conducir el relanzamiento del Festival de la Cueca y el Damasco que fue uno de esos sueños que soñamos y que hicimos carne. Nosotros, casi todos, lo habíamos visto cuando éramos pibes conduciendo la primera edición del Festival. Debido al desgaste el evento casi había desaparecido. Y lo recuperamos gracias a varios milagros que ocurrieron a la misma vez. Y logramos que Don Andrés lo volviera a conducir. Y ahí, entre pasteles fritos, sodeado y agua mineral (Don Andrés ya no estaba para esos trotes) reconstruimos nuestra historia y le pusimos palabras a nuestras emociones.
Puede esperarse que, como todo relato, este tenga alguna conclusión que le otorgue orden y sentido.
No será así en esta ocasión.
Este montoncito de recuerdos desperdigados que se anotó a medida que goteaba del marote quedará como salió de los dedos, porque a veces el desorden es un orden que no podemos apreciar a simple vista.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

EL TANO

Se me han revolvido los recuerdos, por esas cosas que tiene la edad que se avecina como una tormenta inevitable. Venía hoy caminando por la estropeada avenida Brasil, y el cartel de la rotisería en donde suelo comprar mi almuerzo me trajo a la memoria a mi amigo Sergio. El Tano para más datos. Tano de denserio, tano hasta los huesos del metatarso. Sergio, hijo de padres italianos, vivía en un lugar llamado Colonia San Jorge que era, es (aunque un poco menos) una colonia agrícola vecina al pueblo.
Desde allí, desde esas honduras rodeadas de médanos y vegetación brava, emergía Sergio montado en una motoneta desvencijada que apenas conservaba los elementos necesarios para funcionar. Tenía un notable parecido con el cómico inglés Benny Hill lo que, obviamente, le había procurado un apodo previsible pero certero.
Nos hicimos amigos debido a los buenos oficios de otro de mis amigos impresentables que, en una de esas reuniones en donde uno deja discurrir el tiempo, nos presentó digamos, formalmente. Pasa que Sergio, criado a la antigua, tenía esa cortesía formal que lo empujaba a tratar a todo el mundo de Ud., y usaba como una letanía la palabra “caballero”. No usaba “señor”, ese calificativo lo dejaba para las personas que le merecían algún respeto. Cuando decía que alguien era un señor se acompañaba con un gesto imperceptible de la mano izquierda que elevaba unos centímetros para dar énfasis a sus palabras.
Bichos raros, él, yo, y agreguemos, el resto de mis amigos, congeniamos inmediatamente. El tano fungía como secretario de un juzgado de paz, juzgado que estaba a cargo de un señor que tenía buenas intenciones pero escasas habilidades. Por tanto el secretario, en la práctica, se ocupaba casi de todo, excepto firmar. En ese lugar su formalidad le venía como anillo al dedo. Para evitar el viaje, más bien el safari, el Tano vivía de lunes a viernes en la casa contigua al juzgado. Allí solíamos juntarnos de noche a tomar mate y hablar de bueyes perdidos y vacas atadas.
El hermano del Tano vivía en Italia, en Módena. Le iba bastante bien como carpintero. Un día le propuso a Sergio por carta, que emigrara junto con él para montar una pequeña empresa de carpintería de oficinas. Semejante propuesta sumergió al Tano en un mar de dudas y esperanzas. Digamos, tenía un buen trabajo, con posibilidades de ascenso pero por otro lado estaba Italia, la Italia de sus padres en donde estaba su hermano y una promesa de un futuro menos previsible pero más interesante. Al fin y al cabo, luego de un largo proceso de evaluación, decidió irse.
Y se fue nomás, dejando la motoneta guardada en el galpón de su casa, llevándose apenas algunas valijas y los miedos y anhelos propios del que emigra. A partir de ese momento comenzaron a circular las cartas aéreas, esas que vienen con una guarda de color azul y rojo en los bordes. En aquellos días no había correo electrónico ni skype, así que uno debía conformarse con el papel y las fotos instantáneas.
Pasó el tiempo y por los motivos de siempre y por el más importante: la distancia, perdimos el contacto. En el medio Sergio se había casado y separado de una novia argentina, trabajaba con su hermano y seguía en Módena, ahora en San Posidonio.
Yo, que también tenía que trabajar, era encargado del laboratorio de informática en un taller del programa de informática educativa de Mendoza. Ese laboratorio funcionaba en las instalaciones de una biblioteca. Justo enfrente, y éste es un dato importante, hay una estación de servicio.
Un día de comienzos de noviembre, urgido por el calor de la siesta mendocina, crucé al minimercado de la estación a comprar una gaseosa fría. Cuando me aproximaba al lugar vi un tremendo auto negro, Mercedes Benz, reluciente y poderoso. Pensé para mi coleto “¿No tendrá miedo de pincharse las patas este señor?”. Pasé de largo mirando de reojo el vehículo. Justo antes de entrar al comercio escuché una voz que me gritó desde el interior del Mercedes deslumbrante. Una voz conocida que pronunció mi apellido emulando la entonación del juez de paz de mi pueblo: “-Señor Fernández”, dijo, desde la penumbra del habitáculo.
“Esa voz la conozco” pensé y giré agachándome para ver quién hablaba, sospechando quien era pero sin dar crédito a lo que veía: ahí adentro, muy lejos de aquella motoneta en ruinas estaba El Tano, al comando del Mercedes negro, cuál auriga improbable.
Los saludos fueron interminables y los encuentros con el resto de la manada nos ocuparon varias semanas. Y la anécdota del cambio, Siambretta por Mercedes Benz, ocupó el centro del asunto. No sólo por la obvia mejora en el parque automotor del Tano sino por el recuerdo de aquellos tiempos en los que veíamos llegar al Sergio montado sobre la motoneta, masticando tierra e insultando la inconstancia del motor.
El tiempo siguió pasando, aquel retorno fue pasajero y a la vez, parte de un retorno más largo que también terminó en un nuevo viaje a Italia. Sergio volvió a irse y retomó el trabajo con su hermano. En eso estaba cuando se dio un golpe, un muy mal golpe, cayendo desde lo alto de una escalera. Salvó su vida por intercesión de Tutatis. Y cuando creíamos que ya había superado el mal trago luego de un año de convalecencia, tuvo una recaída y sin más, partió de este mundo.
Murió allá en Italia, sin darnos la oportunidad de una despedida, sin haber podido conocer su casa y probar el jamón de San Posidonio ni visitar la fábrica de Ferrari, planes que habíamos forjado y que quedaron truncos. Ya no estaba el Tano para guiarnos en la península.
Cada vez que lo recuerdo, como hoy, lo primero que me viene a la cabeza es una imagen indeleble: la nube de tierra que levantaba la Siambretta en la calle sin pavimentar mientras el Tano intentaba mantener la estabilidad en esa endiablada motoneta. Y su cara que resumía el buen tipo que era y el tamaño de su corazón.
No pude decirle a rivederci.
Aprovecho la ocasión para hacerlo ahora, mientras pienso en la nobleza de las Siambrettas, vehículos tanos al fin.