domingo, 24 de marzo de 2013

LA ERA PARIÓ UN CORAZÓN

Publiqué esta nota en la revista Mavirock, el año pasado. La volví a leer y decidí que vale la pena publicarla de nuevo. En este caso en este humilde blog y con un pequeño epílogo necesario. Disculpen Uds. la autoreferencia.
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LA ERA PARIÓ UN CORAZÓN
Por Marcelo Daniel Fernández Olivares
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No me resultó fácil escribir este artículo. Para nada. Quería decir algo sobre el 24 de marzo de 1976, pensar en voz alta, explicar algunas cosas como una forma de explicarme a mi mismo lo que todavía no termino de entender. Pero me resultó imposible quitarme de en medio, restarme de esa época maldita y poner la distancia necesaria que se requiere para ser un buen cronista.
Por tanto, desistí de la pretensión de objetividad. Porque esos años están tan entrelazados con mi propia historia que no hay forma de hablar de ellos sin hablar de mi. Y cuando intento comprender esa historia, inevitablemente intento comprenderme a mi mismo, aunque no lo quiera, aunque el dolor sea el precio que tenga que pagar por ese atrevimiento.

Dolores de parto

Nací cronológicamente un 25 de marzo. 25 de marzo de 1968. El Che había muerto en Bolivia un año antes y el Mayo Francés estaba a la vuelta de la esquina (el 22 de marzo se había iniciado el movimiento que desataría la rebelión). El 16 de marzo de 1968, soldados de EE.UU. perpetraron en Vietnam la matanza de My Lai. En abril de ese mismo año asesinaron a Martin Luther King y en octubre tuvo lugar en México la Matanza de Tlatelolco.
En Argentina gobernaba el dictador Juan Carlos Onganía quien a fines de julio de 1966 decretó la intervención de las universidades nacionales, ordenando a la policía que reprimiera para expulsar a estudiantes y profesores. La destrucción alcanzó los laboratorios y bibliotecas de las altas casas de estudio y la adquisición más reciente y novedosa para la época: una computadora. A esto le siguió el éxodo de profesores e investigadores y la supresión de los centros de estudiantes. Una feroz persecución se desplegó hacia los militantes de izquierda en las facultades. Este hecho se conoció como "La Noche de los Bastones Largos". Fue el 29 de julio de 1966.(www.elortiba.org).
Algo de todo eso debe haberse grabado en mi subconsciente o quizás mi origen vasco haya sido el culpable de la tendencia a desconfiar de los que tienen la sartén por el mango, los que enarbolan el “palito de abollar ideologías” (Mafalda) dándole por la cabeza a todo aquel que se atreva a cuestionar la realidad tal como está.
Sin ánimo de brindar pistas a los buscadores de rebeldes, diré que esa intuición primera se reforzó con la lectura. Leer es despertarse, es el equivalente a tomar la pastilla roja de Matrix. No es que “sólo sé que no sé nada”, lo que uno sabe es que desconfía, porque descubre que la realidad no es lo que aparece a simple vista, que el Billiken trata de desviar la atención y que Anteojito más que anteojos tiene anteojeras.
Esas primeras búsquedas contaron con la complicidad de un pueblo en el que literalmente, no pasaba nada. Un lugar en donde el tiempo transcurría (aún transcurre) con parsimoniosa lentitud. Algunos miles de habitantes alejados de las grandes ciudades, entregados a sus menesteres, tratando de sobrevivir. Recibiendo los coletazos de cada crisis pero sin estar en medio del huracán. Creo que por eso pude hurgar con libertad entre los libros que me acompañaban, sin que ninguna censura de orden gubernamental empañara aquellos primeros acercamientos a la realidad.
Pero todo cambió cuando entré a “la secundaria”.

Los años del silencio

Para ir a la escuela secundaria viajaba 120 kilómetros por día. En mi pueblo trepaba a un colectivo que depositaba mi humanidad en la ciudad más cercana. Ahí concurría a las aulas de una colegio prestigioso e imponente. De acuerdo a la moda (castrense) imperante era imprescindible portar el uniforme reglamentario. Además el pelo de la nuca no debía tocar el cuello de la camisa y los zapatos tenían que brillar como espejos. En la solapa portábamos el distintivo de la institución. La falta de alguno de éstos elementos acarreaba sanciones que se incrementaban con la reincidencia.
Comencé primer año en 1980 y terminé en 1984. O sea, arranqué en plena dictadura y terminé con la democracia fresquita y balbuceante. Acostumbrado como estaba a leer a todos los autores que se me ocurriera (y que mi madre accediera a comprar dado que no era un ente autárquico) tuve mis primeros encontronazos con la realidad al descubrir que los libros que analizaban la “literatura universal, hispanoamericana y argentina” no mencionaban casi a ninguno de los autores que yo había leído. Quizás lo que yo devoraba no era literatura seria y aquellos señores castizos y rebuscados sí lo eran.
También, al repasar el libro de historia de Alfredo Drago (texto obligatorio para todos los años) descubrí que me faltaban protagonistas o que la historia que yo conocía sobre muchos de ellos difería de la que el señor Drago me contaba sin lujo de detalles. No entendía la razón de esos olvidos. Sobre todo porque, sin esos protagonistas obviados, eludidos, la cosa se ponía aburrida. Ya no era un relato de tipos de carne y hueso sino la cronología del nacimiento de un busto de bronce con gesto amenazador.
Lo mismo pasó con geografía, materia en donde había sido aleccionado por Salgari y Verne y que, en manos de Alemán y López Raffo (los autores del libro obligatorio) se volvía aburrida, estática, sin relación con eso que transcurría allá afuera y que algunos optimistas denominan vida. Como estaba en primer año supuse que eso era la cultura académica de la que se quejaba Miguel Cané en Juvenilia. De todas formas me mantuve expectante porque suponía que una vez pagado el derecho de piso alguien me abriría las puertas del conocimiento. La fama cuesta, decían en la serie del mismo nombre. Pero las puertas permanecían cerradas, herméticamente. Y no se veía luz alguna filtrándose por las rendijas. Hasta que la casualidad me salió al encuentro.

Despertares

Un día que no voy a olvidar más, un compañero de curso trajo de contrabando un libro. Un libro que fue una bisagra y que nos dejó, a mi y a un par de curiosos como yo, con la boca abierta. El ejemplar tenía en su tapa un título provocador: “Manual de Zonceras Argentinas” y su autor era Arturo Jauretche. El audaz adolescente vio una caja sospechosa escondida en la biblioteca de sus padres y encontró ahí, tapado con diarios, el libro. Un libro que leí con fervor, con el entusiasmo de quien por fin abre los ojos y comienza a ver. En ese libro me enteré (más bien confirmé) que nos estaban vendiendo gato por liebre, que gran parte de las verdades que propalaba la historia oficial eran, lisa y llanamente, mentiras que con el paso de los años y los actos escolares habíamos naturalizado.
De esa misma caja prodigiosa salieron también los cinco tomos de “Revolución y Contrarrevolución en Argentina” de Jorge Abelardo Ramos, “El hombre que está solo y espera” de Raúl Scalabrini Ortíz, “Las Venas Abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano y varios más. Me enteré que existía un tipo que se llamaba Marx y que con su amigo Engels habían escrito el “Manifiesto del Partido Comunista”. Conocí también al Che Guevara, mil veces ocultado, un nombre que no debía pronunciarse. Encontré a Mariátegui, a un Sartre desconocido, a un tipo que hablaba de aparatos ideológicos de estado llamado Louis Althusser. Transité páginas que a veces aprehendía y a veces no, pero que traían luz, una claridad que llegaba como un soplo de aire fresco.
Y comprendí por fin la época de oscuridad en la que estábamos metidos. Y fue el fin de la inocencia.
Por fin entendí porque varios alumnos de los últimos años dejaban de venir de un día para el otro, porqué en los equipos deportivos de básquet y volley había cambios de último momento cuando alguno no aparecía por varios días y nadie preguntaba nada y la mayoría simulaba una normalidad artificial. Entendí la razón de esos libros de texto tan anodinos y recortados con los que trataban de sepultar la memoria.
Y tuve miedo. Con trece años tuve un miedo feroz. Porque advertí que animándome a mirar del otro lado del espejo arriesgaba algo más que una noche de insomnio. Pero ya no había retorno, y tampoco quería volver, dicho sea de paso. Por lo que seguí arriesgando el lomo para descubrir lo que nadie nos contaba. Por suerte, para mi y para el país, la dictadura comenzaba a desmoronarse y muchos controles se aflojaron. Pudimos escuchar a León Gieco y a un desconocido que decía “para el pueblo lo que es del pueblo”. Pero no éramos demasiados. El resto, la mayoría, estaba hipnotizado por ese valhalla fantasmagórico que prometía el consumo: la obra de ingeniería social que los dictadores habían ejecutado daba sus frutos. Los lazos de solidaridad, de trabajo colectivo, la sensibilidad social que empujaron a una generación a trabajar por una sociedad mejor habían sido pisoteados y en nuestras filas predominaba un egoísmo ciego, que perseguía la satisfacción individual a cualquier precio. De esa enfermedad recién hemos empezado a curarnos.
En fin.
Perdí amigos que se esfumaron de la noche a la mañana, entre ellos una muy querida amiga que tenía alma de artista.
Perdí la fe en las instituciones religiosas.
Perdí la confianza en las instituciones de cualquier tipo (confianza que desde siempre estoy tratando de reconstruir).
Perdí la capacidad de dormir como un tronco. Porque las imágenes del horror volvían una y otra vez.
Dejé atrás los mitos que me contaron y asumí la dolorosa tarea de revisar las certezas que hasta ese momento me habían guiado.
Dejé también de pensar en mi cumpleaños, porque yo cumplía el 25 de marzo y un día antes era 24 y todo lo que me quedaba en el alma la jornada siguiente era dolor. No tenía ganas de reír ni festejar.
Llegó la democracia en 1983.
En 1984 otro libro, el “Nunca Más” confirmó la dimensión del espanto.
Lloré cuando un tribunal sentenció a los comandantes.
Lloré cuando un sátrapa sin escrúpulos los absolvió regalándoles una amnistía que no merecían ni merecen.
La justicia se escapaba. Pese a los esfuerzos de muchas personas los genocidas seguían andando por ahí con la frente en alto, reivindicando sus acciones. Además, también estaba la indiferencia. Otro resultado buscado por la dictadura que también cuajaba en las nuevas generaciones.
De eso también, por suerte, nos estamos recuperando.
Llegó la justicia. Los asesinos que torturaban en nombre de dios comenzaron a perder la impunidad. Sus pasos abandonaron la soberbia y en sus caras el gesto de autoritaria superioridad cayó bajo el peso de la ley.
Y hace algunos años pude empezar a reconciliarme con el pasado. No es que crea en esos pedidos hipócritas de los genocidas y sus simpatizantes solicitando consenso y olvido. Perdón. Como si el perdón fuese un producto que sale de una máquina poniendo una moneda y apretando un botón. No es esa reconciliación de la que hablo. Me refiero a terminar de entender y aceptar que estaba vivo y que esa vida era un triunfo sobre la muerte de aquellos años.
Deje que mis muertos, los muertos que siguen naciendo (como dice Galeano del Che) pudieran descansar de tanto llanto.
Se equivocan los que dicen que tener memoria es mirar siempre al pasado, observar el futuro con la nuca. Nada está más lejos de la verdad. La memoria permite conjeturar el futuro y decidir el presente. No es un lastre, es una guía. No nos aferramos al pasado, construimos con lucidez sabiendo quiénes somos y sobre todo, quiénes no somos ni queremos ser. Claro que eso sigue molestando porque nada es más peligroso que un pueblo con memoria.
Cada tanto me despierto sobresaltado. Algunos monstruos de aquellos años han transitado mis sueños. Entonces recuerdo que, como dice la canción de Serú Girán hay que encender los candiles porque los brujos piensan en volver a nublarnos el camino.
En eso estamos, encendiendo candiles.
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Epílogo:
Esta pequeña crónica tiene un año de antigüedad. Algunas cosas han pasado que vale la pena recordar- Anteayer condenaron a varios asesinos de la dictadura en Mendoza por lo que la justicia se anotó un pequeño poroto.
También fueron condenados a lo largo de un años varios otros genocidas de la dictadura en todo el país.
Pero José Alfredo Martínez de Hoz se murió sin terminar de pagar sus culpas, la mano civil que fogoneó y sostuvo a los dictadores aún permanece impune (claro que Blaquier es un avance).
Pero lo peor, ahora hay un papa de nacionalidad argentina y, a caballo de un catolicismo atávico, un montón de sujetos han decidido que es mejor olvidar. ¿Por qué lo digo? Porque si Bergoglio no colaboró con la dictadura al menos pecó de omisión. Pero esa omisión será sepultada paulatinamente debajo de razones diplomáticas o de estado.
Yo no tengo dudas ni medias tintas: la iglesia católica colaboró con la dictadura y Bergoglio estaba dentro de esa jerarquía. Y no dijo nada. Y si lo dijo esa declaración permaneció en el ámbito privado cuando hacía falta hablar, gritar a toda voz lo que pasaba.
Pero además Bergoglio confirmó su calaña cuando, en plena represión durante del 19 y 20 de diciembre de 2001 llamó a Mathov y le pidió que distinguiera entre activistas y simples ahorristas. Indicar que en su lógica prima el "algo habrán hecho" sería redundante.
Lo peor son los aplausos que legitiman esas acciones.
Lo peor son las sonrisas de satisfacción chovinista que, en pos de un supuesto orgullo nacional, han decidido olvidar y cubrir con un manto de palabras esplendorosas los crímenes de la dictadura y sus cómplices.
Cada 24 de marzo siento que algo mejor estamos.
Cada 24 de marzo siento que todavía falta mucho.
Por eso sigo acá, jodiendo hasta perder el resuello.     

5 comentarios:

José Pepe Parrot dijo...

Anónimo:
En un día distinto al de hoy, toleraría a un spam estúpido como éste.
Pero no en este post y no en este día.
Anónimo, perdete la dieta en el centro del conducto proceloso y andata bien a la reputa que te parió.

Daniel dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Daniel dijo...

Es así, Dormi. Estas cosas se miden mejor desde el propio registro de situación si uno estuvo imbuído en la época y en el momento.
A mi no me pueden venir a contar ninguna hazaña las viudas de Videla y Cía.
Tengo una decena de años más que usted, así que a mi me toma el golpe habiendo finalizado el secundario.
Y viví ese secundario con toda la ebullición de la época.
Epoca de violencia y enfrentamientos pero también -algo que no suele decirse- de muchísima creatividad, de muchísimo estímulo. Uno se encontraba con esa explosión de la mejor música, con el teatro de Pavlovsky, con la revista Crisis de Galeano, con tanta movida en las calles, con tanto sitio donde se abrían expectativas. Había mucha movida cultural, social.
Bueno, todo eso fue cortado de cuajo.
De repente, todo se silenció, todo se apagó, todo se reprimió. Uno prendía la radio y rondaba la semana santa así que lo único que encontraba por más que moviera el dial, era música sacra.
El golpe, el silencio, el otoño duro, gris, implacable y la música sacra.
Luego, apenas tomo uno de mis primeros colectivos luego del golpe, el chofer que no se que problema tiene con un auto a su costado; la típica discusión y el tipo del auto, con lentes negros que sale, revólver en mano y le dice; -"Tenés algún problema?". Y vaya uno a contar sus problemas en ese momento.
A mi no me la pueden contar.
Fue un telonazo y todas las luces se apagaron a la vez.

Unknown dijo...

Nada más engañoso que el llamado a la reconciliación con los victimarios mientras se busca evitar que se haga justicia.
Se está haciendo justicia. Que no es odio, ni venganza como algunos desubicados y/o despistados puedan decir.

H.M. dijo...

Excelente entrada!!!!
No, a los que la vivimos, no nos pueden cambiar la historia... La nota es un lujo desde el primer párrafo al último.
Una anécdota:
El golpe me encontró recién egresada y dando clases en un segundo año del secundario en una escuela, a dos cuadras de una Villa, cuyo representante legal era un sacerdote que había hecho opción por los pobres... "Tú y yo trabajamos por lo mismo" me dijo un día... Allí se creó un espacio de trabajo que no era el paraíso, pero pensamos que lo estábamos construyendo... Hasta que una alumna de tercer año "denunció" en el gabinete de la escuela a un par de docentes que "le estaban inculcando cosas raras en clase"...
Ese poder tuvo la propaganda de los genocidas!!!! Hacer que una chica de 15 ó 16 años denuncie a sus docentes por "propaganda subversiva"... Por ser "inocente", denunció en el lugar equivocado y hoy puedo contar la historia.
Una pequeña historia que sembró miedo y desconfianza porque los adultos de esa escuela, sabíamos lo que sucedía... lo que no sabíamos era que una piba, agradable y simpática, podía "borrarnos"...
Mi pequeño aporte es que:
"Cualquiera, ante la menor discrepancia, podía deshacerse del otro".
Y mi duda de siempre:
¿Con qué necesidad fui siempre "tan bocona" si yo daba Matemáticas?
Sucede que hasta en "mi materia" hay ideología.