Esta pequeña anécdota busca interlocutores, cómplices diría yo.
Lo que voy a contar ocurría en los colectivos de la fenecida Cooperativa TAC. Puede parecer trivial, quién sabe. Pero las imágenes asoman su nariz húmeda cada vez que subo a un bondi, así que, mejor las dejo salir y ya.
Allá lejos y hace no tanto tiempo, comienzo de los años setenta ponele, para no andar mezquinando años, viajábamos con mi madre, que era y es maestra, desde mi pueblo a la capital de Mendoza, o sea, a Mendoza.
El trayecto lo cubría una unidad que conocíamos con el esperanzador título de “Colectivo de La Paz”. No porque fuera una misión en pos de la armonía universal sino porque unía la ciudad homónima de Mendoza con la capital de la misma.
Más de cien kilómetros de pura aventura carretera, sometidos a la crueldad del asfalto y la voluntad esquiva del vehículo que cada tanto expiraba.
Pensemos que no había ruta internacional en ese momento y que la cinta pavimentada a la que todos llamábamos camino era más bien la unión, a la que te criaste, de varios caminos vecinales que atravesaban pueblos y ciudades.
Una de esas ciudades era Palmira. Ubicada a pocos kilómetros de una urbe más importante, San Martín de Mendoza. Era (fue) una ciudad ferroviaria. Por lo tanto la urbanización se extendía siguiendo las vías del tren. Además contaba con una fábrica de pintura, “La Duperial”, ubicada en los márgenes del Río Mendoza y que anunciaba su presencia emanando unos olores pútridos, desagradables y penetrantes que uno no podía dejar de olfatear si atravesaba el lugar. Y el colectivo en el que viajábamos con mi madre lo hacía.
Justo al salir de la zona urbana estaba el puente que cruzaba el río mencionado.
Y al comienzo del puente, una parada.
En ese lugar, en ese refugio subía al colectivo Jorgito Frías.
¿Quién era Jorgito Frías? El se presentaba como “Jorgito Frías, no vidente de Palmira”. Siempre venía acompañado de una mujer, supongo que era su esposa, y llevaba un estuche de acordeón en bandolera.
Tirando a petiso, de pelo negro, no usaba anteojos para ocultar sus ojos. Siempre de impecable traje y con una chalina en los hombros durante el invierno.
Y la voz. Jorgito Frías tenía una voz ronca pero afinada. Una especie de Satchmo local. Como ya habrán sospechado, Jorgito se ganaba la vida cantando en los colectivos.
Seguramente llevaba bastante tiempo en el oficio porque todos los choferes lo saludaban como a un amigo. Él tenía para cada uno una deferencia especial. Los conocía por su nombre, preguntaba cómo estaba la familia, recordaba los nombres de los hijos, etc.
Yo, el niño que era yo en aquella época, miraba con sorpresa a Jorgito cada vez que subía al colectivo. Nunca dejé de asombrarme. Así como tampoco nunca pude dejar de apreciar la precisión de Jorgito cuando tocaba y cantaba, pulsando su acordeón con la soltura de un profesional.
Más tarde en la vida vine a caer en la cuenta que la ejecución del instrumento que desplegaba Frías era de las mejores que he escuchado en la vida: sabía modular la potencia, la calidez de las notas y además, complementar su canto para que resaltaran sus mejores virtudes y ayudara a cubrir los baches vocales.
Cuando cantaba, repito, era como oír a Louis Amstrong entonando tarantelas, cumbias del Cuarteto Imperial y otros temas de su repertorio.
Durante veinte minutos, más o menos, actuaba, luego pasaba recogiendo el dinero “a voluntad” y a continuación, ocupaba un asiento, casi siempre adelante y charlaba con los choferes hasta llegar a su destino. En la terminal de Mendoza bajaba y subía a otro colectivo que hiciera el recorrido inverso.
Lo pude ver durante muchos años, mientras acompañaba a mi madre a “la capital” para realizar trámites y compras. Silenciosamente, alguna vez dejó de aparecer.
Quizás la política hacia los músicos ambulantes se endureció o quizás no pudo viajar más por algún otro motivo.
Sea cual fuere la causa nunca más lo volví a ver.
Y, como ya dije por allá arriba, cada vez que subo a un bondi miro la puerta con ojos de pibe esperando que suba y cante una antigua tarantela fraseada al estilo jazz, acompañado de un ligero “scat” con el que cerraba siempre cada una de las canciones.
Tengo ganas de volver a escuchar “Jorgito Frías, no vidente de Palmira”.
Decía que este relato buscaba cómplices.
Si alguien lo vio, como yo en aquellos años, cuente cuente.
Si alguien sabe qué paso con Jorgito Frías, cuente cuente.
Este tipo que soy ahora sumergido en el torbellino de Buenos Aires agradecerá esa caricia.