martes, 30 de abril de 2013

DE ALPARGATAS Y CHUPAYAS: QUINCE PRIMAVERAS

4.-Quince Primaveras
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En mi pueblo, el festejo de los quince años de una señorita es un rito ineludible. Nada de cambiar la fiesta por un viaje a Disney ni cosa por el estilo. La fiesta es la fiesta y hay que hacerla aunque vengan degollando.
Cuando era adolescente, dada la proximidad generacional, tuve que asistir a muchos de esos jolgorios. Algunos fueron muy divertidos y otros apenas un momento para cumplir las convenciones sociales.
Lo que contaré, a modo de relato que pone los pelos de punta, ocurrió a raíz de uno de esos cumpleaños.
Resulta que antes de ir a cualquier parte, nos juntábamos a jugar al billar en el bar “Los Amigos”, lugar que merecerá una descripción más detallada en otro momento. Por ahora basta con que sepan que una noche de sábado, justo antes de asistir a un cumpleaños de quince, disputábamos una feroz partida mientras lamentábamos la falta de movilidad. Ninguno tenía esa noche un auto para trasladar a la barra. Pero en cambio, y por suerte, el cumpleaños era bastante cerca: dos kilómetros que en mi pueblo es apenas un trotecito. Un ratito caminando y otro ratito a pie y listo.
Alguien recordó que tendríamos que pasar frente a una casa que tenía una fama ominosa. Según la imaginación exaltada del que contaba el asunto, en la casona abandonada se escuchaban ruidos muy extraños (y clásicos, cadenas, pisadas, cosas que se arrastraban) y en alguna ocasión alguien había recibido un piedrazo arrojado desde el interior del lugar y al ir a buscar al agresor las puertas y ventanas estaban cerradas con candado y pasador y ahí no vivía nadie che, cosas de aparecidos.
Ensayamos algunas explicaciones y descargamos la ansiedad que nos envolvió riéndonos de nuestra propia credulidad. Pero quedamos, hay que confesarlo, un poco asustados.
Y justo en ese momento me volqué una taza de café sobre la remera. En el instante en que comenzábamos a juntar ánimos para encarar el camino tuve que volver a casa para cambiarme la ropa.
Me dijeron: “-Te esperamos”. Con una falsa valentía que no quería confesar el julepe (lo de la casa embrujada que no existía pero que las hay las hay) respondí: “-No che, vayan, yo los alcanzo allá”.
Y se fueron nomás.
Yo, con más pose que convicciones, me cambié la malograda prenda y enfrenté el camino. Tengo que detenerme aquí para describir la naturaleza de ese camino: una calle que atravesaba la zona de cultivos, flanqueada por álamos a uno y otro costado que creaban el efecto de un túnel, sin luces, en una noche en donde ni siquiera se veían las estrellas. La famosa boca del lobo. En la mitad misma del trayecto, o sea, lejos de las luces del pueblo y del lugar de la fiesta, estaba la casa del espanto.
Pensé que podía desistir del cumpleaños, pero eso me convertiría en blanco de las cargadas de todos los salvajes que decían ser mis amigos. Y además comer de arriba no es un placer que debe despreciarse. Entonces, con las tripas convertidas en corazón enderecé el rumbo hacia la festichola.
La oscuridad y el cagazo son una mala combinación: a cada paso escuchaba ruidos extraños que añadían, si fuera posible, más aprensión a la aprensión. De forma tal que antes de atravesar el frente de la casa embrujada ya había sumado muchos porotos al estado general de susto que me tenía entre sus garras.
Llegué al fin al tramo más temido de la noche: ahí estaba la casa y yo tenía que sortear ese obstáculo para llegar a destino. Tomé aire y apuré las patas, dándome aliento en silencio. “-Vamos vamos, que los fantasmas no existen”
Y ahí se abrieron los avernos y ese infierno que temía me alcanzó desde el fondo de la oscuridad: frente a mis narices algo atravesó el aire golpeando el suelo con ferocidad, resoplando y bufando, haciendo vibrar la tierra con el peso de su impronta, seguido el estruendo por otro menor de la misma naturaleza.
Quedé helado. Lívido. Sin saber qué hacer suspendí cualquier movimiento, expectante. Ahora por fin comprobaría de qué estaba hecho lo sobrenatural.
Los diez segundos que siguieron al suceso duraron un siglo.
Y luego, escuché con claridad un relincho seguido del ladrido de un perro. Un caballo y un perro en plena carrera. Eso es lo que se me había atravesado en la oscuridad, nada de fantasmas, aparecidos o brujas. Un caballo y un perro.
No puedo describir siquiera la catarata de insultos que proferí. Fueron muchos y me acompañaron hasta la puerta del cumpleaños.
Al llegar busqué a la barra que se había ubicado en una mesa cercana a la puerta por donde salían los mozos (ya se sabe que de esa forma se pueden capturar algunas vituallas más).
-¿Y, te asustaron?” –me preguntaron apenas estuve en la silla.
-No che, no pasó nada, tanta casa embrujada, tanto fantasma, yo que esperaba que saliera una bruja para pedirle la escoba así no tenía que caminar tanto” – respondí con falso coraje.
Olvidamos el asunto hasta que llegó otro rezagado. Uno con el que no contábamos.
-¿Qué haces? Pensábamos que no venías”.
-Vine de pedo” – dijo el aludido “-Se escapó el caballo de la finca y hasta recién lo estuvimos buscando con mi papá”.
Estuve a punto de decir que había visto ese caballo. Pero preferí guardar un prudente silencio, no sea cosa que alguien hubiera escuchado el grito que seguramente lancé cuando el susodicho equino me asustó en plena oscuridad mientras era perseguido por el perro de la casa, que a todo esto, para completar el lugar común, se llamaba Sultán.

3 comentarios:

  1. ¿Revisó bien los zoncilloncas para cerciorarse de que no había rastros ectoplasmáticos de alguna entidad desagradable?

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  2. Dormi. Me toco algo parecido ibamos tres amigos a un quince, por una calleja de tierra y pastizales a los costados,más oscuro que la oscuridad. Cuando sentimos que algo nos seguia, si parabamos, paraba, si corriamos apuraban el caso, no sabés que socaga teníamos hasta que llegamos y pudimos ver que era una vaca que no seguía.
    Siempre que nos reencontramos nos acordamos de la odisea vacuna y lo valiente que fuimos.

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  3. Es suficiente que alguien haga punta con un cuento de aparecidos para que otros se prendan.
    Va mi aporte.
    Santiago del Estero, noche cerrada y dejando que el caballo eligiera el sendero (picada) para llegar al rancho.
    Un chillido espeluznante, "algo" que me toca la cabeza y el caballo arranca a galope tendido que si no estaba bien agarrado, caía seguro.
    Dos días después me duraba la impresión y el julepe así que, de día y con el rifle en la mano- hice el mismo recorrido.
    Se repitió el chillido y el toque de cabeza.
    Era un buho que tenía su madriguera en un árbol hueco.

    Y las brujas existen. Estuve casado con una de ellas.

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Bueno, os dejo en libertad. Disculpen las molestias ocasionadas.