3.-La Escondida
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Supongo
que todos los que transitan este blog estarán al tanto de ese juego
infantil clásico, cuya mecánica consiste en que un grupo de niños se
esconde mientras otro niño del grupo espera de espaldas a los que se
ocultan, “contando”, como una especie de cronómetro humano y
luego de terminar la sucesión previamente establecida, sale a buscar a
sus compañeros de juego. Si los encuentra se libra una carrera
desaforada hasta la meta, la “piedra” según decíamos en mi pueblo, entre el encontrador y el encontrado y el que toca primero “la piedra” gana la justa. Este mismo procedimiento se repite para todos los contendientes.
Cuando era pibe, dado que los espacios para llevar adelante “la escondida”
eran interminables, fijábamos límites al espacio en donde los
participantes podían esconderse. Establecer esas fronteras generaba
discusiones casi tan ríspidas como los litigios de límites entre países
vecinos.
Nuestro
escenario preferido para jugar era un baldío que tenía la nada
despreciable extensión de una cuadra completa. Había sido parte de una
finca dedicada al cultivo de vides. Para despejar el terreno las habían
arrancado y quedaban los huecos en donde antes hubo cepas. Como la vid
es brava, en los bordes del terreno seguían creciendo a partir de algunos
gajos que sobrevivieron al destierro. También la geografía del lugar
estaba plagada de cardos rusos, esos yuyos enormes que cuando se secan
sirven para filmar películas del salvaje oeste, lanzándolos para que
atraviesen la calle desierta antes de un duelo.
Por ende, ocultarse en medio de esas matas era todo un arte que, como buenos infantes de pueblo, practicábamos con entusiasmo.
Pero
entre todos hubo uno que nos superó a todos en el juego de La
Escondida: El Chiquito. Tal era su apodo y casi no le conocíamos el
nombre. Como indicaba su alias El Chiquito era...chiquito. Excelente
defensor, tremendo jugador de bolitas, diestro para elaborar barriletes y
cerbatanas de caña, El Chiquito era un tenaz jugador de Escondida. Y
aquella tarde nos demostró en qué consistía esa porfía que aún lo
habita.
El juego arrancó como siempre: sorteamos quién comenzaba “buscando”
y nos escondimos en esa cuadra prodigiosa. Con más o menos dificultad
todos fueron apareciendo: al fin y al cabo el lugar no era infinito.
Pero Chiquito no aparecía. Visto que los esfuerzos de uno solo de los
nuestros no alcanzaban decidimos que todos, absolutamente todos los que
participábamos de aquella partida trataramos de encontrar a Chiquito.
Y
eso fue lo que hicimos invirtiendo la disposición habitual del juego:
ahora todos buscábamos a uno y no uno a todos. Pusimos en ello el fervor
que nuestros cortos años nos permitían pero Chiquito no aparecía. Nos
reunimos en un costado del lugar y, luego de algunas deliberaciones,
volvimos a rastrear al escondido.
Pero la tarde pasaba y de Chiquito ni noticias.
Volvimos
a juntarnos para discutir las alternativas de la búsqueda. A esa altura
ya habíamos renunciado al orgullo y pensamos que algo le podía haber
pasado a Chiquito. Entonces mandamos un emisario a la casa del
Chiquito para que pispeara si el aludido había vuelto al hogar,
dejándonos como una manga de salames buscando a alguien que no estaba.
El resultado de la expedición fue tan negativo que la madre misma del
Chiquito le transmitió su enojo al mensajero: “-¡Decile que venga que
tiene que bañarse!”.
¿Dónde estaba entonces?
Consultamos
a los vecinos del lugar, preguntamos si quizás lo habían visto pasar
yendo a cualquier otro lado y el resultado fue desalentador. Según
parecía Chiquito nunca salió del baldío.
Se
emprendió entonces una ronda de búsqueda a grito pelado: voceábamos el
nombre de mi amigo a toda garganta. La respuesta fue el silencio.
El
sol comenzó a languidecer en esa tarde de otoño y Chiquito no estaba o
se había ido o la tierra se lo había tragado: en cualquier caso no lo
encontrábamos.
Ya
expuestos al desánimo y con la perspectiva de tener que ir a la casa
del susodicho para avisar que se nos había perdido, comenzamos a salir
de nuestra madriguera. Uno de nosotros, que venía caminando lanzando
insultos de pura frustración, pisó al pasar un pequeño cúmulo de yuyos
aplastados sobre uno de los huecos de vid arrancada.
Por
ese lugar cruzamos mil veces y todos esquivamos la oquedad porque uno
podía lastimarse las patas si embocaba de repente esos agujeros.
Decía, uno de los nuestros pisó la cobertura de yuyos del hueco y el hueco gritó, un estentóreo “-¡Ayyyy!” de dolor. Extraño alarido para un vacío en la tierra.
Como
picados por un escuadrón de mosquitos nos lanzamos de cabeza sobre el
agujero, quitamos los yuyos aplastados y descubrimos, ahí en el fondo, a
quien Uds. suponen. Allí estaba El Chiquito, hecho un ovillo, riéndose a
carcajadas.
Supongo
que algo en nuestras caras desalentó su alegría y el niño suspendió su
festejo. A pesar de la hazaña: cuatro horas escondido en un buraco en la
tierra cubierto por un camuflaje de yuyos, nadie celebró su sagacidad y
mucho menos, la tozudez mostrada.
Pasa
que hasta un momento antes de encontrarlo estábamos consternados,
asustados, y pensando con qué cara le diríamos a la madre que su hijo no
estaba. Y ahora El Chiquito aparecía frente a nosotros, luego de no
responder ni a uno solo de nuestros llamados para que desistiera del
juego, sonriente, como quien corona el Everest.
Recuerdo
que ni siquiera me despedí de él. Creo que nadie se despidió. Lo
dejamos en la esquina mientras nos desparramábamos camino a la cena.
Sin haberle confesado nuestro alivio.
Sigue siendo tan terco como cuando era pibe, pero por suerte ahora lo sufre su mujer.
Dormi, bonita historia. Hay tantas anecdotas de cuando eramos niños y la inocencia sobresalía por sobre todas las cosas, y bueh! ahora que se arregle su mujer, igual seguramente algúna alegría le dará.
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