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Hoy, además del ser el día del laburante, es el aniversario número 74 del club en el que tengo depositada mi alma. Esa institución se llama Club Social y Deportivo California del Este, y a sus adherentes, simpatizantes y socios se los conoce como Los Gringos.
Resulta ser que el club es la creación de una diáspora de inmigrantes italianos y españoles con unas muy particulares ideas políticas (que iban desde el socialismo hasta el anarquismo más duro). No es casualidad que su fecha oficial de nacimiento sea el 1ro. de mayo. Y no es casualidad que esos gringos, casi todos provenientes de la zona agrícola norte del distrito de La Dormida, en el departamento de Santa Rosa, Mendoza, tuvieran unas prácticas al estilo de la comuna de París en un lugar remoto en donde nadie les iba a romper las pelotas por su ideología.
De esos personajes nació el Club California del Este del que soy, si esta palabra cabe, un fanático.
Alguna vez escribí un cuento o una crónica, depende del punto de vista, relatando un partido entre el club y su rival de toda la vida, el Club La Dormida.
Como hoy es un día especial, el mentado aniversario, lo traigo de vuelta a la consideración del público lector (revisado y parcialmente corregido) y de paso le mando un saludo a la distancia a los gringos que andan por todo el mundo y al Club que hoy cumple años y lo festeja con un almuerzo que voy a extrañar.
Con uds., el relato.
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Iluminados por el juego
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En mi pueblo había (hay, porque no se ha muerto que yo sepa) un jugador
de fútbol de excepción: Armando Natel, alias "El Rafucho". Deportista
de características inusuales, habilidoso, con una pegada que envidiaría
cualquier jugador de primera y además, con una puntería cercana a la
infalibilidad papal. Para contrabalancear tantas virtudes, El Rafucho
era un juerguista consumado, poco afecto al entrenamiento, amigo de la
noche, las bebidas espirituosas y la concupiscencia reiterada, cosa ésta
que enojaba a sus ocasionales entrenadores que no lograban que El
Rafucho se tomara algo en serio, incluso su propia carrera.
En eso estaba, digo, haciendo equilibrio entre el cielo y el infierno, cuando se presentó uno de esos momentos irrepetibles en la vida de un pueblo chico infierno grande: uno de los clubes que partían en dos a la afición de la localidad había instalado por fin la iluminación en su cancha. Y para inaugurarla a toda orquesta, el partido del campeonato local contra el archirrival, el otro club del pueblo, fue reprogramado para ser disputado de noche, aprovechando las luces antes citadas.
El anfitrión, Club La Dormida, estaba al tope de las posiciones en el campeonato y le sacaba cinco puntos al segundo (en esa época eran dos puntos por partido ganado). El rival de siempre, Club California del Este, estaba de mitad de tabla para abajo, con una serie de malos resultados que se repetían.
Para el clásico los anfitriones desplegaron una parafernalia enorme: adornaron los costados de la cancha con banderas que hablaban de la inauguración, se habían provisto de abundante cotillón, sombreros, pirotecnia y hasta una banda que amenizaba los cantos de la hinchada. Se sentían seguros del triunfo dada la coyuntura. Conjeturaban que, una victoria en la inauguración contra el clásico adversario, merecía un festejo apoteótico.
Por otra parte, el alicaído California intentaba recuperar algo de ánimo para enfrentar la ocasión. Olfateaban, sus hinchas y jugadores, que los habían elegido como sparrings para que el club La Dormida se luciera mostrando además de la superioridad en infraestructura, la solvencia deportiva que los mantenía en lo alto.
La única carta que tenían los visitantes era El Rafucho. Una carta incierta dado que el jugador estaba a prueba en un club de la primera mendocina y no había certeza de su participación en el match. Aunque, hay que decirlo, los californianos mantenían sobre el asunto un silencio pertinaz que apuntaba, entre otras cosas, a minar la tranquilidad de los locales.
En esa guerra de nervios estábamos cuando llegó el día del partido.
Hubo encuentros previos de las divisiones inferiores, ganados ambos por el Club California del Este. Quizás por la cabeza de algún hincha de La Dormida transitó la idea de presagio. Pero como los oráculos a esa hora estaban cerrados por el clásico, nadie pudo consultar ninguna fuente de sabiduría superior.
Y entonces se vino el partido de primera. Ante la mirada extasiada de su público ingresó a la cancha el Club Social y Deportivo La Dormida. Sus jugadores estrenaban camiseta y auspicio. Se los veía pletóricos de entusiasmo, contagiados por el fervor de la multitud. Posaron seguros de sí mismos bajo el intenso reflejo de las luminarias.
Luego todos en la cancha contuvieron la respiración: entró al campo de juego el Club California del Este. Y la peor pesadilla de los rivales, El Rafucho, venía a la cabeza, portando el balón.
De todas formas, tanta era la eficacia que había demostrado La Dormida, que la presencia de Natel era, quizás, un ingrediente más para aderezar la ensalada del triunfo (“les ganamos con el Rafucho y todo”).
El árbitro, ya concluidos los trámites previos, dio comienzo al match. Para beneplácito de los locales su equipo marcó el primer tanto apenas a los diez minutos de comenzado el encuentro. Y durante los cuarenta y cinco minutos iniciales dominaron el juego de punta a punta. Solo la habilidad del arquero (y el culo que lo asistió) evitó que el marcador se agrandara.
Los quince minutos de entretiempo sirvieron para que los inauguradores, con ojos brillantes, disfrutaran lo que parecía un triunfo abrumador e inapelable.
Llegó el second half. Y pasó lo inesperado. La Dormida se lanzó en un ataque coordinado que parecía terminar en la red. Pero la pierna del cinco se interpuso providencialmente enviando por rebote el balón a la mitad de la cancha.
Allí estaba El Rafucho que hasta ese momento había sido neutralizado con éxito por la defensa rival. Pero ¡ay las parcas!, su marcador lo perdió de vista un segundo y el Rafucho paró la pelota y encaró el campo contrario. Evadió a un marcador de punta y, desde el borde del área grande, lanzó un zurdazo inapelable. Disparo que se hundió en el ángulo derecho del arquero que, como dice la tradición, se tiró para la foto.
Como era de esperar, el silencio se apoderó de la hinchada de La Dormida. La otra parcialiad, recuperada la esperanza, le dio más énfasis a sus arengas contagiada por el inesperado regalo que el cielo le había hecho al equipo.
Pero la cosa recién comenzaba: aprovechando el estupor de los locales, la delantera del Club California recordó la esencia de su misión en la cancha y comenzó a jugar como si supiera. Y en uno de esos lances dejó otra vez al Rafucho de frente al arco, solo como Adán en el paraíso antes de perder su costilla. Casi paladeando el momento, el jugador apuntó y disparó hundiendo la pelota en el ángulo izquierdo del arco. Esta vez el arquero decidió que era inútil incluso posar para la foto y se quedó inmóvil, contemplando el gol.
A esta altura la parcialidad visitante tocaba el cielo con las manos mientras los locales sudaban la gota gorda. Sin advertirlo el festejo se estaba trocando en tragedia.
Y como a todo postre le viene bien una frutilla, ahí estaba El Rafucho para hacerle los honores.
Perdida la compostura, un enojado marcador central se lanzó contra las piernas de Natel, que había recibido un pase quirúrgico del 10. El Rafucho lo miró de reojo y lo dejó venir. En el momento del impacto desplegó en el aire la clásica bicicleta, haciendo pasar al marcador por debajo, quedando otra vez de frente al arco. Pero Natel estaba dispuesto a cerrar el asunto con un espectáculo. Entonces, en vez de patear y terminar con la agonía, enfrentó al otro marcador que venía desesperado a su encuentro. Amagó a la izquierda, luego a la derecha y cuando el desorientado jugador quedó con las piernas abiertas de par en par por el súbito cambio de dirección le tiró un caño que lo dejó fuera de juego tratando de explicarse por dónde había pasado la redonda. El arquero que había comprendido que El Rafucho quería deslumbrar salió a cortarlo en el borde del área chica. Natel venía a la carrera, observándolo. Esperó que el guardameta se arrojara a sus pies para elevar la pelota y pasársela con delicadeza por encima del cuerpo, a una altura suficiente para que no la alcanzara pero para dejarle la sensación que podría tocarla. La pelota cayó tras el arquero y El Rafucho la volvió a poner bajo su pie.
Así, con porte de rey o al menos de príncipe, entró trotando con pelota y todo en el arco del rival.
En ese instante pasaron varias cosas: la numerosa hinchada local inició la retirada cuando faltaban más de quince minutos para que terminara el encuentro, la barra visitante se pellizcaba para saber si era cierto o estaba soñando, El Rafucho recorría la cancha mostrando una sonrisa de oreja a oreja que quedó inmortalizada en las fotos que sacaban los periodistas que cubrían el evento. Y lo más importante: la fiesta de inauguración se suspendió por acuerdo tácito de los locales. Ahí quedaron los fuegos artificiales y las vituallas preparadas al efecto.
Una vez finalizado el partido, apenas los protagonistas se perdieron en los vestuarios, las luces se apagaron prontamente, como para olvidar lo ocurrido.
La hinchada visitante en cambio, recorrió una y otra vez las calles del pueblo en caravana de triunfo y muchos se fueron a dormir de madrugada con varias copas de más. Incluido el Rafucho, claro está.
Luego el mundo siguió su curso: California del Este persistió en su mala campaña y el Club La Dormida ganó el campeonato con una diferencia de puntos considerable. Pero la caravana del triunfo que intentaron no fue del todo entusiasta, a pesar del esfuerzo de los protagonistas.
Pasa que, cuando atravesaron las calles algunos vecinos salieron a la calle enarbolando linternas encendidas. Con ese solo gesto les recordaron que la verdadera batalla había tenido lugar unos meses antes y la habían perdido. Y que esa derrota no era una derrota cualquiera. Que esa derrota era superior al campeonato que trataban de ensalzar sin éxito. El Rafucho fue uno de los que prendieron linternas esa noche. Aunque, tal como la batalla, esas luces las había encendido unos meses antes.
Yo, que soy parte todavía de la hinchada visitante, cuento esto porque la objetividad no existe y además, para prolongar el festejo en el tiempo. Este gesto escrito sería el equivalente a la linterna que esgrimí con fiereza durante la caravana de los campeones.
Quizás, con suerte, haya algún hincha del Club La Dormida leyendo y viéndose en la obligación de recordar.
En eso estaba, digo, haciendo equilibrio entre el cielo y el infierno, cuando se presentó uno de esos momentos irrepetibles en la vida de un pueblo chico infierno grande: uno de los clubes que partían en dos a la afición de la localidad había instalado por fin la iluminación en su cancha. Y para inaugurarla a toda orquesta, el partido del campeonato local contra el archirrival, el otro club del pueblo, fue reprogramado para ser disputado de noche, aprovechando las luces antes citadas.
El anfitrión, Club La Dormida, estaba al tope de las posiciones en el campeonato y le sacaba cinco puntos al segundo (en esa época eran dos puntos por partido ganado). El rival de siempre, Club California del Este, estaba de mitad de tabla para abajo, con una serie de malos resultados que se repetían.
Para el clásico los anfitriones desplegaron una parafernalia enorme: adornaron los costados de la cancha con banderas que hablaban de la inauguración, se habían provisto de abundante cotillón, sombreros, pirotecnia y hasta una banda que amenizaba los cantos de la hinchada. Se sentían seguros del triunfo dada la coyuntura. Conjeturaban que, una victoria en la inauguración contra el clásico adversario, merecía un festejo apoteótico.
Por otra parte, el alicaído California intentaba recuperar algo de ánimo para enfrentar la ocasión. Olfateaban, sus hinchas y jugadores, que los habían elegido como sparrings para que el club La Dormida se luciera mostrando además de la superioridad en infraestructura, la solvencia deportiva que los mantenía en lo alto.
La única carta que tenían los visitantes era El Rafucho. Una carta incierta dado que el jugador estaba a prueba en un club de la primera mendocina y no había certeza de su participación en el match. Aunque, hay que decirlo, los californianos mantenían sobre el asunto un silencio pertinaz que apuntaba, entre otras cosas, a minar la tranquilidad de los locales.
En esa guerra de nervios estábamos cuando llegó el día del partido.
Hubo encuentros previos de las divisiones inferiores, ganados ambos por el Club California del Este. Quizás por la cabeza de algún hincha de La Dormida transitó la idea de presagio. Pero como los oráculos a esa hora estaban cerrados por el clásico, nadie pudo consultar ninguna fuente de sabiduría superior.
Y entonces se vino el partido de primera. Ante la mirada extasiada de su público ingresó a la cancha el Club Social y Deportivo La Dormida. Sus jugadores estrenaban camiseta y auspicio. Se los veía pletóricos de entusiasmo, contagiados por el fervor de la multitud. Posaron seguros de sí mismos bajo el intenso reflejo de las luminarias.
Luego todos en la cancha contuvieron la respiración: entró al campo de juego el Club California del Este. Y la peor pesadilla de los rivales, El Rafucho, venía a la cabeza, portando el balón.
De todas formas, tanta era la eficacia que había demostrado La Dormida, que la presencia de Natel era, quizás, un ingrediente más para aderezar la ensalada del triunfo (“les ganamos con el Rafucho y todo”).
El árbitro, ya concluidos los trámites previos, dio comienzo al match. Para beneplácito de los locales su equipo marcó el primer tanto apenas a los diez minutos de comenzado el encuentro. Y durante los cuarenta y cinco minutos iniciales dominaron el juego de punta a punta. Solo la habilidad del arquero (y el culo que lo asistió) evitó que el marcador se agrandara.
Los quince minutos de entretiempo sirvieron para que los inauguradores, con ojos brillantes, disfrutaran lo que parecía un triunfo abrumador e inapelable.
Llegó el second half. Y pasó lo inesperado. La Dormida se lanzó en un ataque coordinado que parecía terminar en la red. Pero la pierna del cinco se interpuso providencialmente enviando por rebote el balón a la mitad de la cancha.
Allí estaba El Rafucho que hasta ese momento había sido neutralizado con éxito por la defensa rival. Pero ¡ay las parcas!, su marcador lo perdió de vista un segundo y el Rafucho paró la pelota y encaró el campo contrario. Evadió a un marcador de punta y, desde el borde del área grande, lanzó un zurdazo inapelable. Disparo que se hundió en el ángulo derecho del arquero que, como dice la tradición, se tiró para la foto.
Como era de esperar, el silencio se apoderó de la hinchada de La Dormida. La otra parcialiad, recuperada la esperanza, le dio más énfasis a sus arengas contagiada por el inesperado regalo que el cielo le había hecho al equipo.
Pero la cosa recién comenzaba: aprovechando el estupor de los locales, la delantera del Club California recordó la esencia de su misión en la cancha y comenzó a jugar como si supiera. Y en uno de esos lances dejó otra vez al Rafucho de frente al arco, solo como Adán en el paraíso antes de perder su costilla. Casi paladeando el momento, el jugador apuntó y disparó hundiendo la pelota en el ángulo izquierdo del arco. Esta vez el arquero decidió que era inútil incluso posar para la foto y se quedó inmóvil, contemplando el gol.
A esta altura la parcialidad visitante tocaba el cielo con las manos mientras los locales sudaban la gota gorda. Sin advertirlo el festejo se estaba trocando en tragedia.
Y como a todo postre le viene bien una frutilla, ahí estaba El Rafucho para hacerle los honores.
Perdida la compostura, un enojado marcador central se lanzó contra las piernas de Natel, que había recibido un pase quirúrgico del 10. El Rafucho lo miró de reojo y lo dejó venir. En el momento del impacto desplegó en el aire la clásica bicicleta, haciendo pasar al marcador por debajo, quedando otra vez de frente al arco. Pero Natel estaba dispuesto a cerrar el asunto con un espectáculo. Entonces, en vez de patear y terminar con la agonía, enfrentó al otro marcador que venía desesperado a su encuentro. Amagó a la izquierda, luego a la derecha y cuando el desorientado jugador quedó con las piernas abiertas de par en par por el súbito cambio de dirección le tiró un caño que lo dejó fuera de juego tratando de explicarse por dónde había pasado la redonda. El arquero que había comprendido que El Rafucho quería deslumbrar salió a cortarlo en el borde del área chica. Natel venía a la carrera, observándolo. Esperó que el guardameta se arrojara a sus pies para elevar la pelota y pasársela con delicadeza por encima del cuerpo, a una altura suficiente para que no la alcanzara pero para dejarle la sensación que podría tocarla. La pelota cayó tras el arquero y El Rafucho la volvió a poner bajo su pie.
Así, con porte de rey o al menos de príncipe, entró trotando con pelota y todo en el arco del rival.
En ese instante pasaron varias cosas: la numerosa hinchada local inició la retirada cuando faltaban más de quince minutos para que terminara el encuentro, la barra visitante se pellizcaba para saber si era cierto o estaba soñando, El Rafucho recorría la cancha mostrando una sonrisa de oreja a oreja que quedó inmortalizada en las fotos que sacaban los periodistas que cubrían el evento. Y lo más importante: la fiesta de inauguración se suspendió por acuerdo tácito de los locales. Ahí quedaron los fuegos artificiales y las vituallas preparadas al efecto.
Una vez finalizado el partido, apenas los protagonistas se perdieron en los vestuarios, las luces se apagaron prontamente, como para olvidar lo ocurrido.
La hinchada visitante en cambio, recorrió una y otra vez las calles del pueblo en caravana de triunfo y muchos se fueron a dormir de madrugada con varias copas de más. Incluido el Rafucho, claro está.
Luego el mundo siguió su curso: California del Este persistió en su mala campaña y el Club La Dormida ganó el campeonato con una diferencia de puntos considerable. Pero la caravana del triunfo que intentaron no fue del todo entusiasta, a pesar del esfuerzo de los protagonistas.
Pasa que, cuando atravesaron las calles algunos vecinos salieron a la calle enarbolando linternas encendidas. Con ese solo gesto les recordaron que la verdadera batalla había tenido lugar unos meses antes y la habían perdido. Y que esa derrota no era una derrota cualquiera. Que esa derrota era superior al campeonato que trataban de ensalzar sin éxito. El Rafucho fue uno de los que prendieron linternas esa noche. Aunque, tal como la batalla, esas luces las había encendido unos meses antes.
Yo, que soy parte todavía de la hinchada visitante, cuento esto porque la objetividad no existe y además, para prolongar el festejo en el tiempo. Este gesto escrito sería el equivalente a la linterna que esgrimí con fiereza durante la caravana de los campeones.
Quizás, con suerte, haya algún hincha del Club La Dormida leyendo y viéndose en la obligación de recordar.
La verdad que uno se queda pensando que en semejante momento critico para el pais, en que si la derecha gana le entrega el pais a la usura judia para siempre, ver que alguien se ocupa de una pelotudez tan nimia e insignificante como el futbol es demasiado. Es una muestra de como vivimos la realidad bajo el agua los argentinos.
ResponderEliminarClaro, el sentido de las cosas, lo que está bien o estça mal. depende de lo que le parece a un estúpido que ni siquiera le da el cuero para ponerse un apodo.
ResponderEliminarLo que la gente quiere NO ES nimio, es personal, es profundo, es serio y digno de absoluto respeto... en este blog, Dormi lo tiene para hablar de lo que le interesa, de lo que quiere y un día puede ser el club de sus amores o las mil realidades que suceden y de cómo las ve...
El estúpido desubicado sos vos, anónimo, una penosa muestra de tu "calidad", en serio, che, ¿qué hacés en este blogsito tan "nimio"?, vos estás para las grandes cosas, no te preocupés por volver por acá, no hacés falta ni nadie te va a extrañar...
Salú, Dormi, feliz nostalgioso día.
Don Dormi:
ResponderEliminarNo le dé bola al "ano"... es el mismo moralista con la bragueta abierta de siempre.
El que sostiene que a la "gente" hay "que convencerla" cuando él es un irreductible de la hostia.
Ni siquiera se lo puede persuadir de que se ponga un apodo para debatir con una "entidad" mínima.
Gracias por el dato del "California del Este".
Desde hoy me tiene como uno de sus "barras bravas" adherentes. Jajaj !!!
Por otro lado: una de las cosas que más me gustan del asunto este de laburar, es festejar el 1ro de mayo. Así que... disfrute y
Abrazo patagónico !!!
...
Anónimo:
ResponderEliminar¿Vio?
El lunes sin falta compro CARAS.
Por otro lado, atrasa un par de décadas amigo: ahora falta que me traiga de ejemplo los Protocolos de los Sabios de Sion y patapúfete.
El capitalismo no toene color ni religión ni raza, eso ya lo tendría que saber.
Por otra parte, en mi defensa diré que este es mi blog y en él hago lo que se me antoje, porque además, ud. no va a venir a darme lecciones de compromiso militante.
Si no le gusta lo que lee, no lo lea.
Au revoir.
Ram:
ResponderEliminarMuchas gracias.
En mi pueblo a señores como éste le decían de una manera que no puedo reproducir.
Por otro lado, no quiero una revolución con cara de bragueta.
Ya que estamos pienso en Galeano muerto hace muy poco que justamente bregaba por una revolución en donde la felicidad y la alegría fuera un tema central.
Por eso ud. Ram y su ironía descarnada acá siempre es bien recibido.
Colorado:
ResponderEliminarChas gracias por la adhesión.
Y desde ya lo integro a la brarra brava...
Espectacular el cuento y el artículo sobre California del Este. Felicitaciones Marcelo!! Orgullosos de que seas hincha de nuestro club.
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