...
En
Argentina se terminaba la dictadura. Corría el año 1983 y de a poco
los primeros aires de libertad recorrían las calles. Había miedo,
pero un poco menos. Algunos se animaban a decir esta boca es mía.
Otros no.
Adolescente,
transitando los últimos años de la secundaria, yo asistía a esa
lenta mutación, esperando encontrar en acto aquellos ideales que
había nutrido en lecturas secretas en medio de los años oscuros.
En
Chile era otra cosa. En Chile nada hacía suponer que la dictadura
fuera a aflojar un solo tornillo. Pese a las sucesivas crisis,
Pinochet gozaba de excelente salud y del apoyo de una nada
despreciable porción de los chilenos. La represión, aunque no tenía
la ferocidad y extensión de los primeros años, daba muestras de su
poder haciendo lo que había aprendido en la Escuela de las Américas:
desaparecer hombres y mujeres, torturarlos, vejarlos y por último,
matarlos, enterrándolos sin dejar huellas.
Ese
horror habitaba justo detrás de la cordillera de Los Andes. Y eso en
Mendoza, en donde vivía en ese momento, era muy cerca. Casi a la
vuelta de la esquina.
Hundido
en la vorágine de la transición, intentando acomodar esquemas, me
encontré en una de esas extrañas vueltas que tiene la vida, con un
grupo de católicos que no se parecía a los católicos que conocía
(y conozco). Sus palabras no olían a naftalina ni a incienso. Decían
cosas que sin duda eran un escándalo para la feligresía chupacirios
y modosita en boga por aquellos días.
Y
hacían otras que no solamente estaban reñidas con la rancia
ortodoxia católica. Por ejemplo, daban misa entre el pobrerío
apenas provistos de los elementos mínimos. Tomaban mate con esos
olvidados, ¡los escuchaban!, les daban una mano cuando tenían que
levantar una casilla, les curaban los hijos, etc.
Los
conocí por casualidad, no interesa demasiado cómo. También de
casualidad compartí con un par mi temprana afición por la montaña.
En las cotas más altas de la cordillera uno puede encontrar
cualquier cosa, incluso a uno mismo hurgando en su interior para
comprender ese afuera que se nos viene encima.
Y
como no podía ser de otra manera, nuestro zurdismo compartido nos
llevó de cabeza a los comentarios acerca de la dictadura que
terminaba y la que reinaba en Chile, apenas unos kilómetros al este
de donde estábamos acampando.
Supongo,
porque solo puedo suponer dado que jamás pregunté, que la suma de
estas coincidencias alentó a mis interlocutores a pedirme ayuda.
¿Ayuda para qué?
Resulta
que un grupo de sujetos tan locos como yo o ellos, ayudaba a sacar a
chilenos perseguidos por la dictadura a través de los pasos de
altura en la cordillera. Pasos que los andinistas usábamos, cuya
existencia es un secreto que seguimos guardando para evitar la
turistización tan temida.
De
noche, al amparo del conocimiento del terreno y con la indispensable
complicidad de otros más locos que nosotros del lado chileno,
mujeres y hombres escapaban de Chile para salvar su vida en travesías
que eran un alarde de imaginación y logística que dejarían en
ridículo a “Misión Imposible”.
Además
del previsible desgaste de enfrentar a la cordillera son sigilo y por
lugares bastante peligrosos, los que huían traían encima las
secuelas de la represión: huellas de torturas en el cuerpo, heridas
recientes, los nervios a flor de piel, etc. La tristeza infinita de
tener que salir de esa forma, la certeza de una pesadilla que podía
ser conjurada pero que jamás olvidarían.
Los
recibíamos en silencio. Apenas un abrazo, un apretón de manos, una
sonrisa de bienvenida. No había tiempo para más. Porque del otro
lado podían estar persiguiéndolos y había que andar con celeridad.
Por otros pasos igual de tortuosos los guiábamos hasta un lugar
seguro en donde se subían a algunos vehículos, desparramándose en
casas de otros locos que los albergarían hasta que pudieran salir
del país, nuevamente, esta vez rumbo a un exilio más profundo:
Europa, México, etc.
Por
seguridad (porque la cosa esa peliaguda) no conocíamos ni a los que
venían a buscarlos ni a los que ponían el cuerpo y su casa para
protegerlos en ese tiempo en que estaban en tránsito.
Como
no podía ser de otra manera, en esas circunstancias me encontré con
los efectos reales y palpables de la violencia, del terrorismo de
estado, del odio puro y duro. En la persona de los que cruzaban
tratando de poner a salvo su vida vi objetivado el resultado de las
políticas que he combatido toda mi vida.
Si
me quedaba algo de inocencia, la perdí en aquellos años. Una
lucidez con la que uno debería encontrarse más tarde en la vida me
llenó los ojos. Tuve que aprender a vivir con esas pesadillas. Tuve
que superar (y no fue fácil) el pesimismo que aparece cuando uno ve
a la humanidad golpeada y sufriente. Me costó tiempo y rumbos
perdidos. Y tantas veces, demasiadas veces, aquellas imágenes me
inundan las noches y tengo ganas de llorar y se me vuelve a anudar la
garganta y me miro las manos y me pregunto si podría haber hecho
más.
No
me sirve la disculpa usual: era un adolescente, y además de todo
tenía que llevar una vida más o menos normal y hacer como qué,
aplaudir en los actos y festejar la democracia que supimos conseguir
y perder.
No
fui, no era, no seré un héroe. No lo éramos, ninguno de nosotros.
Apenas humanos que, según la frase del Che, sentían en su mejilla
el cachetazo que le daban a un hermano en cualquier parte del mundo.
Y actuaban.
Han
pasado muchos años de aquellos años.
Pese
a todo, por las mismas razones, volvería a hacer lo mismo.
Sin
dudarlo.
Porque
la humanidad doliente, me sigue doliendo.
Hoy
es 11 de septiembre.
Vuelvo
a abrazar a aquellos que recibí huyendo de una pesadilla. Vuelvo a
abrazar a los que extendieron su mano para ayudar a esos humanos
profundamente lastimados.
De
eso se trata la fe, la trascendencia. Confiar en la humanidad, pese
al horror del presente. De eso se trata. Nada más, ni nada menos.
...
Escribí este pequeño texto hace varios años. Ha sufrido correcciones, obviamente. Nunca me decidía a publicarlo por varias cosas. Entre ellas el temor al vedettismo que me sigue embargando y por otro, extender cierta proteccción a los que participaron en estos asuntos.
De lo primero me cuido solo.
De lo segundo ya no hay de qué preocuparse dado que los anónimos lo seguirán siendo y los otros, los no tanto, sonreirán al leer y leerse en este tanteo.
El epílogo explica el título del post.
Fui a Chile por fin. Cuando ya se habían librado de la dictadura.
Viaje en un colectivo que me dejó en Terminal Los Héroes, en Santiago. Fiel a mis costumbres viajaba al sur de ese país a escalar volcanes. Quienes conocen Santiago saben que Los Héroes está a un paso del Palacio de la Moneda.
Hacia allí me dirigí, caminando despacio, mochila al hombro, temblando de emoción.
Quería ver el lugar en donde Salvador Allende se había suicidado, el lugar que había sido bombardeado por los esbirros de Pinochet.
Y mientras caminaba una canción me acompañaba: "Yo pisaré las calles nuevamente..."
Llegué al frente de La Moneda. Miré el edificio y dos gruesos lagrimones mojaron mis anteojos.
Había pisado las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentada.
Lloré. Por mi, por los que estaban, por los que ya no estaban.
"En una hermosa plaza liberada, me detendré a llorar por los ausentes"
El hombre nuevo es posible. Eso decían mis lágrimas.
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Impresionantemente conmovedora, Dormi.
ResponderEliminarTerrible esa mitad chilena que sostuvo a semejante lacra aborrecible de la peor calaña en el poder hasta el '90.
Y el discurso de ayer de Piñera tan aborrecible como el recuerdo mismo de Pinocho.
Daniel:
ResponderEliminarEsa mitad sigue teniendo posters de Pinochet en sus livings y cocinas.
La sociedad chilena está escindida, y no veo puentes tendidos entre ambos espacios.
Lo de Piñera, a esta altura, es patético y abominable.
Impresionante historia que conmueve de sólo recrear en la mente todas aquellas escenas, el paisaje hostil y las bestias persiguiendo a su presa.
ResponderEliminarPero todo queda afortunadamente relegado tras la inmensa humanidad de todos ustedes y de tantas otras personas anónimas que salvaron vidas arriesgando la propia. Sólo por sentirse humanos y renegar de convertirse también en bestia por desidia o miedo.
Tengo una tía que está casada con un inglés y en esos años albergó a varios chilenos en su casa en San Telmo. Claro, finalmente calló la casa y los dos fueron presos y después de varios meses pudieron salir del país hacia Inglaterra. Salvaron la vida porque intervino la embajada inglesa.
Sólo puedo sentir gratitud y admiración por todas las personas, como vos y mi tía, que arriesgaron sus vidas para salvar a otros.
Dejá de lado los pudores y aceptá mi humilde felicitación. Me siento muy orgullosa de merecer tu amistad aunque más no sea por este medio..
Un beso!!