Las leyendas acerca de hombres invisibles se cuentan por centenares, pero en esta ocasión no se trata de un mito: me convertí en un hombre invisible por un lapso nada despreciable de tiempo. No se trata de una metáfora. No es que sea invisible burocráticamente (se sabe que uno puede morirse en los papeles incluso sin fenecer), ni que la proverbial insignificancia que me carateriza haya terminado por cubrir mi sustancia mortal. No no. Fui invisible por dos horas, minutos más minutos menos.
¿Quieren pruebas?
Esta mañana me subí como todos los días hábiles al 514 para trasladarme hasta la estación del fatigador de rieles. Trepé al vehículo, indiqué al bondisero el valor del pasaje deseado y ¡desaparecí! Así como te lo cuento. Y claro, como ya no me veía, un matrimonio que subió al colectivo en la próxima parada me pasó literalmente por arriba intentando llegar al fondo del bondi. No quedó un solo centímetro cuadrado de mis patas inmune a los pisotones, y además, como mi cuerpo invisible continúa más arriba, recibí también una dosis de codazos y empujones que me arrojó sobre un asiento, previsiblemente ocupado por una persona a la cual casi ajusticio mediante asfixia.
No hay que culpar a los dos señores: no me vieron, este humilde servidor ya era invisible.
Pero como los viajes en colectivo duran más que un tema de Meat Loaf estirado hasta el paroxismo paroxístico, una dama de proporciones épicas transitó como si nada por encima de mis ya lastimados pieses. Claro, ¿cómo podía esquivarme si era invisible y de qué forma podía pedirme disculpas? De ninguna, no se puede hablar con el aire. Terminé de confirmar la mutación cuando, en el instante de bajar, un señor con cara de señor me desplazó de la puerta del colectivo y bajó, adelantándose. Es obvio que eso pasó porque no podía advertir que yo estaba ahí primero.
Con mucha precaución, dado que me había dado cuenta de mi condición, encaminé mi humanidad hacia el andén, previo paso por la máquina de pasajes. Me imagino la sorpresa de los pasajeros cuando vieron que el artilugio se accionaba solo, movido por mis manos transparentes.
En la escalera de acceso volví a sufrir las consecuencias de mi invisiblidad: dos jóvenes munidos con tremendos auriculares bajaron a toda velocidad los escalones y ante mi no presencia casi me lanzaron cabeza abajo hacia el hall de la estación. Pobres, no tenían manera de saber que yo estaba tratando de subir. De lo contrario hubieran dejado libre una mano de la escalera. Los problemas que les causé, mirá si se lastimaban tropezando conmigo y yo ahí, tan invisible.
Esquivando personas llegué al extremo del andén, intentando además huir para preservarme ahora que era invisible. Pero los problemas continuaron. Una dama que había decidido fumar antes de subir al tren llegó casi al lado de donde yo estaba (no me veía obviously), encendió su cigarrilo y lanzó el humo a donde ella creía que no había nada de nada, ni nadie de nadie. Quizás mi tos en el instante de recibir la nube tóxica podría haberla asustado, pobrecita, pero como era valiente, no se amilanó y siguió con lo suyo, meta tirar humo en dirección a mis narices. Tuve que moverme a otro sitio para no morir gaseado; la señorita no podía saber que es lo que yo hacía, ni comprender que estaba matándome.
Con los nervios alterados subí al tren. Sabía que en mi estado tal atrevimiento podía costarme la vida. Busqué un rincón lo más alejado posible de la multitud creciente y allí me quede quietito, para evitar mayores desatinos. Pero -¡ay la invisibilidad!- un pasajero se arrojó encima del espacio aparentemente vacío que me contenía. Quise gritar, alertar al señor, pero fue imposible: de espaldas empujó sin miramientos lanzándome contra el costado de un asiento. Supongo que le habrá extrañado la consistencia del aire dado que el vacío que empujaba ofrecía resistencia, pero quién sabe.
Vapuleado, lleno de moretones, maldije la invisibilidad que me asolaba. Estaba inmerso en ese acto de autocompasión cuando divisé una amenaza de proporciones apoteóticas: en el andén de una estación aguardaba una multitud. Dada la escasez de espacio en el vagón supe en ese instante que iba a morir aplastado. Imaginate, se ve un espacio vacío, nadie se va a poner a pensar que ahí hay un hombre invisible.
Entonces decidí resistir: recordé mis años en el pack de forwards y empujé, resistiendo, con todas mis fuerzas. Y ahí se produjo el milagro: volví a materializarme, de nuevo el mundo podía verme. Entonces, fue recuperar la sustancia opaca que refleja la luz para que las personas que empujaban desistieran en su intento de ocupar un lugar que ya estaba ocupado.
Menos mal.
De otra forma, no lo estaría contando.
Dormi; admiro su paciencia. Esos si, espero no ver un post suyo estos días con la foto del personaje de Un día de furia.
ResponderEliminarDaniel:
ResponderEliminarNo no.
Más que nada porque si alguna vez me enojara en serio mal la pasarían los empujadores.
Pero todavía guardo algo de cordura, no mucha, pero algo.
¿De quién será la culpa de que seamos cada vez más brutos?
ResponderEliminarEl individualismo también se ve en esas pequeñas cosas. Le cuento una personal en el 95: señorita parada delante de la puerta trasera del bondi, que no estaba tan lleno como para no poder moverse, le pido permiso amablemente y hasta con reserva, no se mueve, vuelvo a pedirle permiso, esta vez subiendo un poco la voz por si no me había escuchado. Sigue sin moverse. Le digo "querida estas parada delante de la puerta" y muy visiblemente enojada me contesta: "y YO, que queres que haga!!!"
ResponderEliminarRob:
ResponderEliminarJusto me preguntaba éso: de donde sale esta ética del me importa un soto el resto que no soy yo. Mire que lo dice uno que tiene mucho de ésto, o sea, yo. Pero intento mantener al menos la cortesía necesaria para no incomodar a nadie, pero parece que lo mio es unilateral.
Sospecho de dónde proviene esta mutación antropológica, pero lo tengo que pensar un poco más.
Adrián:
ResponderEliminarLe respondo con una de hace un ratito: tren lleno, señorita sentada en asiento para embarazadas y discapacitados.
La señorita joven, ni lo uno ni lo otro. O sea, uno se sienta ahí y sabe que si sube alguien en esas condiciones, tiene que pararse.
Sube en Banfield una señora con un bebé en brazos y un nene de unos dos o tres años. No había, cosa memorable, hombres sentados porque ya habían cedido sus asientos.
Quedaba ese asiento. Un señor pidió un asiento para la señora, nadie se movió. Me incliné para pedirle a la señorita el asiento para la señora y la citada me respondió "-¿No hay otra persona que le de el asiento?"."-No" respondí, aparte este asiento le corresponde a la señora. "-¿Quién lo dice?" volvió a responder. Menos mal que se metió una señora que le dijo un par de cosas que hubiera estado mal que yo dijera.