Publiqué esta nota en la revista Mavirock, el año pasado. La volví a leer y decidí que vale la pena publicarla de nuevo. En este caso en este humilde blog y con un pequeño epílogo necesario. Disculpen Uds. la autoreferencia.
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LA
ERA PARIÓ UN CORAZÓN
Por
Marcelo Daniel Fernández Olivares
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No
me resultó fácil escribir este artículo. Para nada. Quería decir
algo sobre el 24 de marzo de 1976, pensar en voz alta, explicar
algunas cosas como una forma de explicarme a mi mismo lo que todavía
no termino de entender. Pero me resultó imposible quitarme de en
medio, restarme de esa época maldita y poner la distancia necesaria
que se requiere para ser un buen cronista.
Por
tanto, desistí de la pretensión de objetividad. Porque esos años
están tan entrelazados con mi propia historia que no hay forma de
hablar de ellos sin hablar de mi. Y cuando intento comprender esa
historia, inevitablemente intento comprenderme a mi mismo, aunque no
lo quiera, aunque el dolor sea el precio que tenga que pagar por ese
atrevimiento.
Dolores
de parto
Nací
cronológicamente un 25 de marzo. 25 de marzo de 1968. El Che había
muerto en Bolivia un año antes y el Mayo Francés estaba a la vuelta
de la esquina (el 22 de marzo se había iniciado el movimiento que
desataría la rebelión). El 16 de marzo de 1968, soldados de EE.UU.
perpetraron en Vietnam la matanza de My Lai. En abril de ese mismo
año asesinaron a Martin Luther King y en octubre tuvo lugar en
México la Matanza de Tlatelolco.
En
Argentina gobernaba el dictador Juan Carlos Onganía quien a
fines de julio
de 1966 decretó
la intervención de las universidades nacionales, ordenando a la
policía que reprimiera para expulsar a estudiantes y profesores. La
destrucción alcanzó los laboratorios y bibliotecas de las altas
casas de estudio y la adquisición más reciente y novedosa para la
época: una computadora. A esto le siguió el éxodo de profesores e
investigadores y la supresión de los centros de estudiantes. Una
feroz persecución se desplegó hacia los militantes de izquierda en
las facultades. Este hecho se conoció como "La Noche de los
Bastones Largos". Fue el 29 de julio de 1966.(www.elortiba.org).
Algo
de todo eso debe haberse grabado en mi subconsciente o quizás mi
origen vasco haya sido el culpable de la tendencia a desconfiar de
los que tienen la sartén por el mango, los que enarbolan el “palito
de abollar ideologías”
(Mafalda) dándole por la cabeza a todo aquel que se atreva a
cuestionar la realidad tal como está.
Sin
ánimo de brindar pistas a los buscadores de rebeldes, diré que esa
intuición primera se reforzó con la lectura. Leer es despertarse,
es el equivalente a tomar la pastilla roja de Matrix. No es que “sólo
sé que no sé nada”,
lo que uno sabe es que desconfía, porque descubre que la realidad no
es lo que aparece a simple vista, que el Billiken
trata de desviar la atención y que Anteojito
más que anteojos tiene anteojeras.
Esas
primeras búsquedas contaron con la complicidad de un pueblo en el
que literalmente, no pasaba nada. Un lugar en donde el tiempo
transcurría (aún transcurre) con parsimoniosa lentitud. Algunos
miles de habitantes alejados de las grandes ciudades, entregados a
sus menesteres, tratando de sobrevivir. Recibiendo los coletazos de
cada crisis pero sin estar en medio del huracán. Creo que por eso
pude hurgar con libertad entre los libros que me acompañaban, sin
que ninguna censura de orden gubernamental empañara aquellos
primeros acercamientos a la realidad.
Pero
todo cambió cuando entré a “la
secundaria”.
Los
años del silencio
Para
ir a la escuela secundaria viajaba 120 kilómetros por día. En mi
pueblo trepaba a un colectivo que depositaba mi humanidad en la
ciudad más cercana. Ahí concurría a las aulas de una colegio
prestigioso e imponente. De acuerdo a la moda (castrense) imperante
era imprescindible portar el uniforme reglamentario. Además el pelo
de la nuca no debía tocar el cuello de la camisa y los zapatos
tenían que brillar como espejos. En la solapa portábamos el
distintivo de la institución. La falta de alguno de éstos elementos
acarreaba sanciones que se incrementaban con la reincidencia.
Comencé
primer año en 1980 y terminé en 1984. O sea, arranqué en plena
dictadura y terminé con la democracia fresquita y balbuceante.
Acostumbrado como estaba a leer a todos los autores que se me
ocurriera (y que mi madre accediera a comprar dado que no era un ente
autárquico) tuve mis primeros encontronazos con la realidad al
descubrir que los libros que analizaban la “literatura
universal, hispanoamericana y argentina”
no mencionaban casi a ninguno de los autores que yo había leído.
Quizás lo que yo devoraba no era literatura seria y aquellos señores
castizos y rebuscados sí lo eran.
También,
al repasar el libro de historia de Alfredo Drago (texto obligatorio
para todos los años) descubrí que me faltaban protagonistas o que
la historia que yo conocía sobre muchos de ellos difería de la que
el señor Drago me contaba sin lujo de detalles. No entendía la
razón de esos olvidos. Sobre todo porque, sin esos protagonistas
obviados, eludidos, la cosa se ponía aburrida. Ya no era un relato
de tipos de carne y hueso sino la cronología del nacimiento de un
busto de bronce con gesto amenazador.
Lo
mismo pasó con geografía, materia en donde había sido aleccionado
por Salgari y Verne y que, en manos de Alemán y López Raffo (los
autores del libro obligatorio) se volvía aburrida, estática, sin
relación con eso que transcurría allá afuera y que algunos
optimistas denominan vida. Como estaba en primer año supuse que eso
era la cultura académica de la que se quejaba Miguel Cané en
Juvenilia. De todas formas me mantuve expectante porque suponía que
una vez pagado el derecho de piso alguien me abriría las puertas del
conocimiento. La fama cuesta, decían en la serie del mismo nombre.
Pero las puertas permanecían cerradas, herméticamente. Y no se veía
luz alguna filtrándose por las rendijas. Hasta que la casualidad me
salió al encuentro.
Despertares
Un
día que no voy a olvidar más, un compañero de curso trajo de
contrabando un libro. Un libro que fue una bisagra y que nos dejó, a
mi y a un par de curiosos como yo, con la boca abierta. El ejemplar
tenía en su tapa un título provocador: “Manual de Zonceras
Argentinas” y su autor era Arturo Jauretche. El audaz adolescente
vio una caja sospechosa escondida en la biblioteca de sus padres y
encontró ahí, tapado con diarios, el libro. Un libro que leí con
fervor, con el entusiasmo de quien por fin abre los ojos y comienza a
ver. En ese libro me enteré (más bien confirmé) que nos estaban
vendiendo gato por liebre, que gran parte de las verdades que
propalaba la historia oficial eran, lisa y llanamente, mentiras que
con el paso de los años y los actos escolares habíamos
naturalizado.
De
esa misma caja prodigiosa salieron también los cinco tomos de
“Revolución y Contrarrevolución en Argentina” de Jorge Abelardo
Ramos, “El hombre que está solo y espera” de Raúl Scalabrini
Ortíz, “Las Venas Abiertas de América Latina” de Eduardo
Galeano y varios más. Me enteré que existía un tipo que se llamaba
Marx y que con su amigo Engels habían escrito el “Manifiesto del
Partido Comunista”. Conocí también al Che Guevara, mil veces
ocultado, un nombre que no debía pronunciarse. Encontré a
Mariátegui, a un Sartre desconocido, a un tipo que hablaba de
aparatos ideológicos de estado llamado Louis Althusser. Transité
páginas que a veces aprehendía y a veces no, pero que traían luz,
una claridad que llegaba como un soplo de aire fresco.
Y
comprendí por fin la época de oscuridad en la que estábamos
metidos. Y fue el fin de la inocencia.
Por
fin entendí porque varios alumnos de los últimos años dejaban de
venir de un día para el otro, porqué en los equipos deportivos de
básquet y volley había cambios de último momento cuando alguno no
aparecía por varios días y nadie preguntaba nada y la mayoría
simulaba una normalidad artificial. Entendí la razón de esos libros
de texto tan anodinos y recortados con los que trataban de sepultar
la memoria.
Y
tuve miedo. Con trece años tuve un miedo feroz. Porque advertí que
animándome a mirar del otro lado del espejo arriesgaba algo más que
una noche de insomnio. Pero ya no había retorno, y tampoco quería
volver, dicho sea de paso. Por lo que seguí arriesgando el lomo para
descubrir lo que nadie nos contaba. Por suerte, para mi y para el
país, la dictadura comenzaba a desmoronarse y muchos controles se
aflojaron. Pudimos escuchar a León Gieco y a un desconocido que
decía “para
el pueblo lo que es del pueblo”.
Pero no éramos demasiados. El resto, la mayoría, estaba hipnotizado
por ese valhalla fantasmagórico que prometía el consumo: la obra de
ingeniería social que los dictadores habían ejecutado daba sus
frutos. Los lazos de solidaridad, de trabajo colectivo, la
sensibilidad social que empujaron a una generación a trabajar por
una sociedad mejor habían sido pisoteados y en nuestras filas
predominaba un egoísmo ciego, que perseguía la satisfacción
individual a cualquier precio. De esa enfermedad recién hemos
empezado a curarnos.
En
fin.
Perdí
amigos que se esfumaron de la noche a la mañana, entre ellos una muy
querida amiga que tenía alma de artista.
Perdí
la fe en las instituciones religiosas.
Perdí
la confianza en las instituciones de cualquier tipo (confianza que
desde siempre estoy tratando de reconstruir).
Perdí
la capacidad de dormir como un tronco. Porque las imágenes del
horror volvían una y otra vez.
Dejé
atrás los mitos que me contaron y asumí la dolorosa tarea de
revisar las certezas que hasta ese momento me habían guiado.
Dejé
también de pensar en mi cumpleaños, porque yo cumplía el 25 de
marzo y un día antes era 24 y todo lo que me quedaba en el alma la
jornada siguiente era dolor. No tenía ganas de reír ni festejar.
Llegó
la democracia en 1983.
En
1984 otro libro, el “Nunca Más” confirmó la dimensión del
espanto.
Lloré
cuando un tribunal sentenció a los comandantes.
Lloré
cuando un sátrapa sin escrúpulos los absolvió regalándoles una
amnistía que no merecían ni merecen.
La
justicia se escapaba. Pese a los esfuerzos de muchas personas los
genocidas seguían andando por ahí con la frente en alto,
reivindicando sus acciones. Además, también estaba la indiferencia.
Otro resultado buscado por la dictadura que también cuajaba en las
nuevas generaciones.
De
eso también, por suerte, nos estamos recuperando.
Llegó
la justicia. Los asesinos que torturaban en nombre de dios comenzaron
a perder la impunidad. Sus pasos abandonaron la soberbia y en sus
caras el gesto de autoritaria superioridad cayó bajo el peso de la
ley.
Y
hace algunos años pude empezar a reconciliarme con el pasado. No es
que crea en esos pedidos hipócritas de los genocidas y sus
simpatizantes solicitando consenso y olvido. Perdón. Como si el
perdón fuese un producto que sale de una máquina poniendo una
moneda y apretando un botón. No es esa reconciliación de la que
hablo. Me refiero a terminar de entender y aceptar que estaba vivo y
que esa vida era un triunfo sobre la muerte de aquellos años.
Deje
que mis muertos, los muertos que siguen naciendo (como dice Galeano
del Che) pudieran descansar de tanto llanto.
Se
equivocan los que dicen que tener memoria es mirar siempre al pasado,
observar el futuro con la nuca. Nada está más lejos de la verdad.
La memoria permite conjeturar el futuro y decidir el presente. No es
un lastre, es una guía. No nos aferramos al pasado, construimos con
lucidez sabiendo quiénes somos y sobre todo, quiénes no somos ni
queremos ser. Claro que eso sigue molestando porque nada es más
peligroso que un pueblo con memoria.
Cada
tanto me despierto sobresaltado. Algunos monstruos de aquellos años
han transitado mis sueños. Entonces recuerdo que, como dice la
canción de Serú Girán hay que encender los candiles porque los
brujos piensan en volver a nublarnos el camino.
En
eso estamos, encendiendo candiles.
...
Epílogo:
Esta pequeña crónica tiene un año de antigüedad. Algunas cosas han pasado que vale la pena recordar- Anteayer condenaron a varios asesinos de la dictadura en Mendoza por lo que la justicia se anotó un pequeño poroto.
También fueron condenados a lo largo de un años varios otros genocidas de la dictadura en todo el país.
Pero José Alfredo Martínez de Hoz se murió sin terminar de pagar sus culpas, la mano civil que fogoneó y sostuvo a los dictadores aún permanece impune (claro que Blaquier es un avance).
Pero lo peor, ahora hay un papa de nacionalidad argentina y, a caballo de un catolicismo atávico, un montón de sujetos han decidido que es mejor olvidar. ¿Por qué lo digo? Porque si Bergoglio no colaboró con la dictadura al menos pecó de omisión. Pero esa omisión será sepultada paulatinamente debajo de razones diplomáticas o de estado.
Yo no tengo dudas ni medias tintas: la iglesia católica colaboró con la dictadura y Bergoglio estaba dentro de esa jerarquía. Y no dijo nada. Y si lo dijo esa declaración permaneció en el ámbito privado cuando hacía falta hablar, gritar a toda voz lo que pasaba.
Pero además Bergoglio confirmó su calaña cuando, en plena represión durante del 19 y 20 de diciembre de 2001 llamó a Mathov y le pidió que distinguiera entre activistas y simples ahorristas. Indicar que en su lógica prima el "algo habrán hecho" sería redundante.
Lo peor son los aplausos que legitiman esas acciones.
Lo peor son las sonrisas de satisfacción chovinista que, en pos de un supuesto orgullo nacional, han decidido olvidar y cubrir con un manto de palabras esplendorosas los crímenes de la dictadura y sus cómplices.
Cada 24 de marzo siento que algo mejor estamos.
Cada 24 de marzo siento que todavía falta mucho.
Por eso sigo acá, jodiendo hasta perder el resuello.
Anónimo:
ResponderEliminarEn un día distinto al de hoy, toleraría a un spam estúpido como éste.
Pero no en este post y no en este día.
Anónimo, perdete la dieta en el centro del conducto proceloso y andata bien a la reputa que te parió.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEs así, Dormi. Estas cosas se miden mejor desde el propio registro de situación si uno estuvo imbuído en la época y en el momento.
ResponderEliminarA mi no me pueden venir a contar ninguna hazaña las viudas de Videla y Cía.
Tengo una decena de años más que usted, así que a mi me toma el golpe habiendo finalizado el secundario.
Y viví ese secundario con toda la ebullición de la época.
Epoca de violencia y enfrentamientos pero también -algo que no suele decirse- de muchísima creatividad, de muchísimo estímulo. Uno se encontraba con esa explosión de la mejor música, con el teatro de Pavlovsky, con la revista Crisis de Galeano, con tanta movida en las calles, con tanto sitio donde se abrían expectativas. Había mucha movida cultural, social.
Bueno, todo eso fue cortado de cuajo.
De repente, todo se silenció, todo se apagó, todo se reprimió. Uno prendía la radio y rondaba la semana santa así que lo único que encontraba por más que moviera el dial, era música sacra.
El golpe, el silencio, el otoño duro, gris, implacable y la música sacra.
Luego, apenas tomo uno de mis primeros colectivos luego del golpe, el chofer que no se que problema tiene con un auto a su costado; la típica discusión y el tipo del auto, con lentes negros que sale, revólver en mano y le dice; -"Tenés algún problema?". Y vaya uno a contar sus problemas en ese momento.
A mi no me la pueden contar.
Fue un telonazo y todas las luces se apagaron a la vez.
Nada más engañoso que el llamado a la reconciliación con los victimarios mientras se busca evitar que se haga justicia.
ResponderEliminarSe está haciendo justicia. Que no es odio, ni venganza como algunos desubicados y/o despistados puedan decir.
Excelente entrada!!!!
ResponderEliminarNo, a los que la vivimos, no nos pueden cambiar la historia... La nota es un lujo desde el primer párrafo al último.
Una anécdota:
El golpe me encontró recién egresada y dando clases en un segundo año del secundario en una escuela, a dos cuadras de una Villa, cuyo representante legal era un sacerdote que había hecho opción por los pobres... "Tú y yo trabajamos por lo mismo" me dijo un día... Allí se creó un espacio de trabajo que no era el paraíso, pero pensamos que lo estábamos construyendo... Hasta que una alumna de tercer año "denunció" en el gabinete de la escuela a un par de docentes que "le estaban inculcando cosas raras en clase"...
Ese poder tuvo la propaganda de los genocidas!!!! Hacer que una chica de 15 ó 16 años denuncie a sus docentes por "propaganda subversiva"... Por ser "inocente", denunció en el lugar equivocado y hoy puedo contar la historia.
Una pequeña historia que sembró miedo y desconfianza porque los adultos de esa escuela, sabíamos lo que sucedía... lo que no sabíamos era que una piba, agradable y simpática, podía "borrarnos"...
Mi pequeño aporte es que:
"Cualquiera, ante la menor discrepancia, podía deshacerse del otro".
Y mi duda de siempre:
¿Con qué necesidad fui siempre "tan bocona" si yo daba Matemáticas?
Sucede que hasta en "mi materia" hay ideología.